Una semana de alejamiento físico, que no mental, de mis obligaciones laborales me han servido para observar con mayor detalle las diferencias entre el verano actual y el verano del pasado año. Amén de comuniones, bodas y saraos propios del estío, actos y eventos que este año sí estoy disfrutando plenamente; de las placenteras inmersiones en el mar o de volver a escuchar la algarabía infantil en la playa, hay notables diferencias en los hábitos que, allá por julio de 2013, me resultaban inalcanzables.
El mero hecho de sentarte frente a la orilla del mar a primera hora de la mañana, o a última de la tarde, y alejarte poco a poco de ella nadando, supone, para quienes hacemos de la playa nuestra residencia oficial de verano, un placer difícil de explicar a quienes, por contra, prefieren refugiar sus calores en otros lugares.
Disfrutar de un helado artesanal sin la duda ni el temor de si se rompió o no la cadena de frío, por fallo de los generadores eléctricos en el "Ciano", que en circunstancias normales no parece tener importancia, cobra ahora una habitualidad banal a la que apenas se le da valor.
Celebrar con una pandilla de excelentes amigos un asadito de ternera gallega y prolongar la fiesta hasta la hora en que hasta los mirlos abandonan el jardín o desde la tumbona, mirando hacia el cielo de la tarde de domingo, ver como los ultimos rayos de sol mecen, junto al viento, las copas de los cipreses, constituyen los pequeños placeres cotidianos que no debemos dejar pasar. Se por qué lo digo.
Después de un intenso fin de semana, si esta imagen radiográfica del cielo la acompañas con el "Adagietto" de la Sinfonía nº 5 de Mahler ("Muerte en Venecia"), el riesgo de quedar placenteramente dormido es muy elevado. No es un ejercicio impúdico de pedantía, -soy prácticamente analfabeto musical-. Para eso esta la radio, wikipedia y "youtube". El resto es que te guste, o no. A mi, me gusta.
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