Acabó el mundial de fútbol de Brasil y aunque para España y los españoles duró muy poquito, al final nos ha quedado muy largo. La falta de interés por nuestra inmediata eliminación, los horarios, la racanería de las retransmisiones televisivas y mi particular necesidad de atender otras cuestiones de las que estuve ausente el verano pasado, han contribuido a dejar una extraña sensación de vacío en uno de los acontecimientos deportivos que más expectación generan en todo el mundo.
Lo de España fue una sorpresa relativa. Cobra mayor mérito lo ganado hasta ahora, especialmente si tenemos en cuenta que para ganar nuestros tres ultimos trofeos, un mundial y dos europeos, tuviéramos que dejar en la cuneta tanto a Alemania (dos veces) como a Holanda. Como dicen los cursis, eso "pone en valor" a una generación de futbolistas que han marcado la mejor época del fútbol español. Casillas, Pujol, Ramos, Xavi, e Iniesta han dejado el listón muy alto, muy difícil de igualar. Los inventos de incorporar a última hora a un Diego Costa renqueante en un sistema táctico desgastado y superable fácilmente por cualquier entrenador mediocre que establezca un sistema con dos líneas de presión, y que en su momento ya sentenció mortalmente al Barça, han resultado un fracaso. Lo malo no es perder como se hizo ante Holanda, lo peor son las ganas de abandono y la desilusión que generan las actitudes de muchos de los jugadores que nos habían deslumbrado con su juego los seis últimos años.
El resto del mundial no ha sido tampoco excesivamente brillante. El juego alemán ha sido espectacular en la fase final del campeonato. Ha funcionado como equipo, como un producto de alta gama, de altísimas prestaciones, fiable y de vistoso diseño. En la semifinal, frente a un decepcionante Brasil (en las antípodas de los alemanes, más parecido a un producto topmantero) dieron una espectacular lección de fútbol y derroche físico sin precedentes. Bueno, tal vez similar en su aplastante abuso y dominio a la final ganada por España a Italia en la Eurocopa de 2012.
Argentina se encomendó irremediablemente a un Messi al cual se le van agotando los conejos de la chistera. En el fútbol es fácil apreciar cuándo un jugador, cuanto más grande más se ve, va alejándose de la púrpura y comienza su descenso. Lo ví por vez primera con Cruyff (dos o tres destellos, máximo, por partido en sus últimos partidos con el Barça), con Ronaldinho; al final de su etapa azulgrana, incapaz de regatear a un coro de monjas en una parada de autobús. No creo que esté acabado Messi; es todavía joven y sabrá explotar su rendimiento físico, pero de lo que estoy convencido es de que todo su esplendor y los mejores años de genialidades ya los ha rendido y deberemos resignarnos a contemplar sus paseos por el campo, cuatro carreras letales y alguna ejecución magistral de una falta al borde del área. Nos lo dió todo y deja en nuestra memoria recuerdos imborrables.
Patadas a destiempo, actitudes chulescas, mordiscos cobardes y viejas glorias (pepona, alguna de ellas) que están más bonitos callados, ayudan a cerrar el retrato de un mundial del que no será difícil olvidarse.
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