Unos cuantos años atrás, como un día cualquiera, el joven Said se despertó un poco antes de que saliera el sol. La bruma y el polvo en suspensión hacían presagiar un nuevo día de calor. Durante la última semana, en las horas puntas del día, se habían alcanzado temperaturas superiores a los cuarenta y cinco grados; el viento de los ciento veinte días. Desde muy pequeño había aprendido a reconocer las dificultades que el clima tan áspero provocaba entre los habitantes del poblado. Así que se levantó de su jergón y al tiempo que se restregaba los ojos, como un mecanismo inconsciente, cada uno de sus pies buscó en el suelo arenoso del interior de la tienda, las alpargatas viejas y agujereadas. En su primer contacto con el exterior ya advirtió un pellizco de su estómago vacío y recordó que no había cenado absolutamente nada la noche anterior. Camino del pozo iba recogiendo pequeñas piedras que examinaba y deshechaba con desdén. Descolgó su cantimplora de la cintura y con gesto paciente la colocó debajo del raquítico chorro de agua que caía de la manguera. Al cabo de unos cuantos minutos y cuando se hubo llenado la cantimplora, tomó el camino de regreso a su casa. En el trayecto de vuelta ya encontró niños y niñas revoloteando alrededor de las pequeñas casas de adobe y chapas metálicas que constituían la mayor parte de las viviendas del poblado.
A mediodía, pasé por delante de la pequeña tienda de Said.
-Buenos días, Said. ¿Como estás?
-Buenos días, Comandante.
Said, con una mirada honesta y sincera, pero con su habitual gesto socarrón y cargado de fina ironía, se llevó su mano derecha abierta hasta su pecho, a la altura de su corazón.
-Comandante, mi mucho buen amigo. (Al tiempo que decía esto y estrechaba su mano derecha con la mía, la izquierda dibujaba volutas en el aire) Pronto ya Coronel, mi Comandante, tu, seguro, pronto Coronel y nos veremos en España, algún día.
Yo pensaba que teníamos idénticas posibilidades de que nos viéramos en Madrid; yo de Coronel y el vendiendo sus joyas en la Calle Serrano, frente con frente a Suárez. Como pitoniso no le auguraba yo un próspero porvenir.
El amistoso encuentro se producía a diario, como una rutina más de la vida en el interior de la Base. Cuando no había soldados italianos en el interior de su corimec, rebuscando y mercadeando sus pequeñas joyas -siempre acudían al mediodía y en pandillas de cinco o seis- aguardaba él en la puerta, en lo más alto de la escalerilla que daba acceso a su interior.
- Yo quiero diploma, Comandante, mi mucho bien amigo, para poner aquí en pared- decía, señalando un hueco a su espalda, junto a otras tantos diplomas y fotografías con mandos que en su día pasaron por la Base.
- No te preocupes, Said, tu tendrás diploma,- contestaba yo cada vez.
A continuación sacó una bolsa negra de plástico y me alargó un bolígrafo y un montoncito de papeles en blanco, cortados de forma irregular y comenzó, con tono paciente, una breve letanía de minerales autóctonos para que yo fuera apuntando y los guardara junto con la pequeña piedra, cada cual con su nombre, en otra bolsita más pequeña; lapislázuli, ágata, turquesa, amatista, ojo de gato, jade, ojo de tigre y un largo etcétera.
Cuando ya los tenía todos en la bolsa negra de plástico y al llevar mi mano hacia mi bolsillo izquierdo de la camisola, al tiempo que le preguntaba cuánto debía pagarle, con aquella simulada mirada de enojo, sus brazos bloquearon los míos impidiendo que pudiera extraer mi cartera.
- No quiero tú pagar, Comandante. Solo quiero diploma Comandante en pared. Me gusta diploma y foto tú y Said en pared.
Por la tarde, con los pequeños minerales para mi amigo Moncho, compartí una agradable charla con uno de los compañeros que iniciaban misión, antes de acabar nosotros la nuestra. Como ya narré en mi relato número 30 "Estamos en casa", resultó que conocía Ferrol y me contó que en la playa de Doniños, en el Cholas, había comido el mejor pulpo "a feira" del mundo.
El pasado sábado pude por fin entregar la bolsa de minerales de Said a Moncho. Fue abriendo cada una de las bolsitas y leyendo las hojas de cada nombre escritas de mi puño y letra. Le brillaban los ojos como a un niño el día de Reyes. Esa emoción sincera la remarcó con un reto contundente.
- Esto hay que celebrarlo con una buena botella de albariño y a ser posible en el Cholas, donde, según tu compañero, se come el mejor "pulpo a feira" del mundo. Tengo ya ganas de probarlo. Me quedan pocos días para ir a comprobarlo personalmente. Estáis invitados tú y tu amigo. Pulpo y albariño.
Said, el joyero de Herat (que abrirá Joyería en la Calle Serrano, algún día y que consiguió, por fín su diploma), el Coronel Butler (que sigue siendo comandante), Moncho (que recibió minerales de un pais que será difícil que pueda visitar ) y aquel auténtico caballero (que, supongo, debió ya acabar también su misión satisfactoriamente) que me dió referencia del Cholas ......y el mejor "pulpo a feira" del mundo, contemplando como la pleamar va cubriendo los arenales, acariciando las dunas que encierran el lago de Doniños.
Said obtuvo, al final de mi misión, su merecido diploma
Que recuerdos.
ResponderEliminarA Said lo has clavado.
Y al Coronel Butler, también
Un abrazo