En el fondo del viejo tintero quedó para siempre el poso rancio y seco de los restos de la tinta con la que empezó a escribirse una biografía. Es el sentido figurado de la memoria que cada cual guarda, como oro en paño, de su propia vida.
El apeadero de San Juan, en esa diapositiva en blanco y negro de finales de los sesenta, se aparece como una vetusta casa de postas en medio de la nada. Solo las vías del tren daban indicio de una cierta actividad. Eso y porque sabíamos que era parada y fin de recorrido del tren de hierro y madera con un cartel en el que figuraba la palabra "RESERVADO" que nos acercaba desde Barcelona. La penúltima parada en esta ciudad era la Estación de Sarriá, antes de emprender el tramo hasta Pie de Funicular y atravesar el túnel de Vallvidrera en un oscuro tránsito a cuyo final brotaba entre misterioso y rutinario y envuelto en una densa niebla los meses de invierno el Vallés Occidental.
El traqueteo del tren se transmitía a través de los bancos de tablas de los vagones de madera. Los profesores solían ceder asiento a los alumnos y quedaban ellos en círculo hablando en vigilia permanente. Algunos de ellos fumaban -no estaba prohibido- y otros charlaban o leían con cierta habilidad el periódico plegado sujeto con una mano mientras con la otra permanecían agarrados a cualquiera de los asideros del vagón.
El revisor iba abriéndose paso, sin tropezar con las carteras y las piernas de los escolares, y ante su presencia echábamos la mano al bolsillo izquierdo del interior de nuestra americana para extraer el abono prendido al ojal con una cadeneta y un pequeño mosquetón. En otros casos demandaba el pequeño billete de cartón marrón en el que figuraba el itinerario y que troquelaba con el pequeño aparatito que hacía sonar para abrirse paso y balizar su presencia.
Todos con uniforme: pantalón gris -corto o largo según la edad- camisa blanca y corbata a franjas azules y granas y la americana "blazer" (El dique flotante) con el escudo del VIARÓ en el bolsillo superior.
Al apearnos subíamos con cierto orden las escaleras bajo la atenta mirada de los profesores, como agentes de libertad condicional de pequeños sospechosos habituales y al final del hall, franqueando la salida por la única puerta abierta al exterior el "Gueñu": el viejo inspector de la estación con un ojo para aquí y otro para acullá que exigía nuevamente o billete o abono.
Llegaba entonces el momento estelar de Fernando M. Echaba mano al bolsillo y sin ánimo alguno de extraer su abono, al pasar junto al inspector, lacónico, musitaba entre dientes "Jean Bouin" como si de una contraseña se tratase.
Fernando M. por aquel tiempo formaba parte del pequeño grupo de incondicionales que viajábamos juntos en el tren, compartíamos clase, jugábamos a futbol con la bola de papel que envolvía el bocadillo o compartíamos el color de la camiseta de Furia, o de Halcón o de Ciclón (ya no recuerdo tan bien) en las competiciones escolares. También estaban Juan B. Diego C. Juan M. Dámaso E. y un largo etc... de los que ahora, pasados cincuenta años y gracias al afán de Fernando por localizar mi paradero ahora he vuelto a tener noticias.
Fin de trayecto: los trenes van y vuelven. En el apeadero de San Juan caía en una vía muerta y esperaba el Reservado hasta las cinco de la tarde para llevarnos de regreso a casa, hasta la estación de Sarriá donde nos despedíamos hasta el día siguiente de los que seguían viaje, no sin antes pegar una patada-pisotón al canto de la cartera de mano al primer incauto que se ponía a tiro. Eso dolía.....
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