Junto a mis recuerdos reflejados hace unas semanas, expresé a mi hija mayor mi más ferviente deseo de que este próximo verano pueda recuperar la normalidad de disfrutar de sus veinte años como Dios manda. El verano permite un poco de transgresión (dentro de un orden) y la juventud sana también tiene derecho a perderse en la noche y ser sorprendida por el amanecer del día siguiente, con las gafas de sol caladas en las cuencas de los ojos y algún botón desabrochado de más. Lo deseo de verdad, porque yo pude disfrutarlo y no cometí imprudencia ni malos actos ni me vi envuelto en reyertas ni redadas. Y eso que por entonces y a según que horas de la madrugada resultaba de lo más usual. Viví conforme a mi libertad y a mi educación. Y a mi propio criterio y eso me bastó.
Hoy las cosas son muy diferentes pero si la base es adecuada es difícil que nadie se salga mucho del surco por el que pasaron otras generaciones. Si en un momento dado bordeas la cresta de su límite como hacen los skaters sabes que para seguir rodando conviene mantener el equilibrio y no caer de bruces contra el duro suelo. Si por contra, te sales del half pipe, el castañazo está garantizado.
La realidad la impondrá la evolución de ese virus residente que no parece que tenga muchas ganas de quitarse de en medio. Quizá las próximas semanas resulten clarificadoras de lo que pueda ocurrir en verano. Desprendidas las mascarillas en interiores y asumida masivamente la necesidad de volver a nuestros hábitos pre-pandemia, todos queremos disfrutar de la vida. Hagámoslo pero no perdamos las buenas y sabias referencias.
Los que en los dos últimos años se han quedado sin postre, especialmente, han sido aquellos jóvenes que ansiaban alcanzar la mayoría de edad para no tener que quedarse a las puertas de locales nocturnos, de bares y discotecas, de tener que regresar, como cenicientas, antes de la medianoche, de vivir sin reloj cualquier noche de verano.
Se han ganado el postre. Que lo disfruten pero con prudencia.
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