lunes, 31 de diciembre de 2018

La mesa de Navidad

Es el lugar donde se encuentran, al final de cada año, las emociones personales con los recuerdos de toda la vida y donde nos refugiamos cuando buscamos entre los pliegues de la nostalgia a los que ya no están entre nosotros. Es algo más que un lugar donde degustar unos productos un poco más especiales que el resto del año. Basta, a veces, con un sorbito de un buen vino, una tosta con una punta de foie o un bocado a un buen sargo o a una lubina. Escudriñas disimuladamente por encima del mantel y al compás del tintineo de cubiertos y cristalería el corazón galopa a un ritmo agitado. Es un sonido interior que no se puede controlar y muy especialmente cuando menos comensales hay alrededor de la mesa.

Un último paseo por la vieja ciudad donde encontrarse con el "todo Palma de toda la vida"; padres, hijos, abuelos de otra época, de un ayer que se prolonga desde hace tantos años que casi ya ni recuerdas. Lo más inusual, este año, la temperatura; una hora después de la puesta del sol, rondábamos los 15 grados, ni siquiera una ligera brisa que forzase a subirse el cuello del gabán, en todo caso obligaba más a desprenderse de la prenda y colgarla del brazo.

En los soportales de Jaime III un torbellino de familias y peatones. Todos colgados del guasap, ajenos al curso de la vida que baja hasta el Borne y se cuela entre las calles adyacentes. Las persianas de muchos de los locales ya echadas y al final, el único, el gran ogro comercial, el mastodonte de las siete plantas es el único que facilita la ultima compra; desde la bisutería mas sencilla hasta el bocadito más singular para rematar la culinaria más exigente. Esto es así y punto.

Mientras la lubina adquiere el punto en el horno, suena de fondo el discurso del Rey. No es una película, forma parte también de la tradición aunque a los más veteranos nos hayan cambiado el timbre de la voz, los retratos del fondo y la gravedad de las palabras. Antes lo oíamos sin escucharlo y hoy, paradójicamente, lo escuchan sin haberlo oído, a juzgar por la severa crítica del mensaje en alguna comunidad autónoma donde no lo retransmiten y sin embargo los medios más beligerantes con la Institución se afanan en desmenuzar, con mascarilla y pinzas, cada una de las palabras y los pliegues de voz para reinterpretar una y mil veces cada gesto, cada acento....es insoportable.

La cena transcurre sin el bullicio que aportan los seres más pequeños. En la mía, este año, los pies de todos los comensales reposan sobre el suelo. Ya no cuelgan desde el borde de la silla un par de juegos de leotardos granates o verdes o beige como antaño, inquietos y agitados. No hay, al final, una avalancha de manos sobre los polvorones ni sobre el turrón cortado. Sosiego y digestión apacible mientras de fondo se suceden los éxitos musicales de los ochenta y la televisión apagada, a Dios gracias.

A la mañana siguiente sobre el mantel de la misma mesa se presenta al panetone; otra aportación no muy reciente a la gastronomía de estas fechas y que acompaña la banda sonora de la apertura de salón y regalos, aquellos payasos que cantaban a coro y a grito pelado la banda sonora de las infancias que por aquí circularon. Ya no hay playmobiles ni muñecas ni cocinitas. No hace falta recurrir a la caja de las pilas. Sólo en el parque pasean los cochecitos de bebé y alguna bicicleta. Y a un vecino lejano le ha caído un recortador de setos.....la que me lleva liando toda la mañana.

El día de San Esteban -dieciocho grados, playa y baño en el mar- volvemos al mantel y conservando la tradición gastronómica, los canalones de toda la vida....suma y sigue.

Queda la nochevieja, la fiesta pagana de la Navidad, pero de eso ya hablaremos otro día.....


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