lunes, 16 de noviembre de 2015

¿Qué hacer?

El viernes por la noche, haciendo caso omiso de la oportunísima recomendación del buen Papa Paco, mientras Paloma y yo veíamos, sin mucho interés, una mala pelicula de Tim Roth  grabada del día anterior, trasteábamos cada uno con su propia tablet. Mutismo total. Yo acababa de ver, sin sonido, el partido entre España e Inglaterra. Una vez finalizado y después de despachar correo electrónico nuevo,  mi índice experto comenzó a pasar las primeras planas de los diarios digitales. Rutina habitual. Leí las primeras noticias sobre los atentados de Paris y empezó a revolverse mi interior, incrédulo, ante lo que empezaban a publicar los titulares. Pánico y desolación. Ante la falta de mayor precisión - en eso, la radio sigue dándole mil vueltas a internet- aparqué mi  afán de búsqueda de información  en la tableta -eran las primeras horas y había mucha confusión, una confusión que desgraciadamente me resultaba familiar- y opté por engancharme el pinganillo de la radio, ya desde la cama. Debí dormirme antes de la media noche. Pero esta se hizo muy larga. Seguí, absolutamente despierto, las noticias de las cinco, de las seis, de las siete de la madrugada sumido, por supuesto, en un estado de gran tristeza y conmoción.

Durante el desayuno escuchábamos atónitos el relato de algunos testigos residentes en Paris en su peor noche de los últimos tiempos. Y tuvieron noches muy malas hace más de setenta años.

Dos días de reflexión, tres de luto oficial. Manifestaciones de los principales líderes mundiales y unanimidad. Todos somos Francia, por supuesto. Buenas palabras, serenas pero...y después ¿qué? ¿Qué debemos hacer? ¿Qué esperan que hagamos? ¿Debemos resignarnos? ¿Esperar el próximo baño de sangre, la próxima barbarie en un polideportivo, en un centro comercial? ¿Resignación? Hombre resignación cabe tenerla ante el dignóstico definitivo de una enfermedad fatal, dolorosa su mera mención, o ante la súbita desgracia de un accidente o de una muerte repentina, pero esperar que vegan unos locos salvajes a la plaza de tu pueblo, de tu ciudad y decidan que te ha llegado tu hora, infiel! y la de tu familia, de tus amigos, de tus vecinos.

Una vez más la actualidad, la peor noticia, ha contraprogramado -no del todo- mi página de blog de este lunes. Me venía a interesar por esa recomendación del Papa y me hacía mucha gracia, con su tono, oirle hablar de los malos hábitos de las familias automáticas. Nos invitaba a comer juntos, en torno a una mesa, con la tele apagada y sin estar pendiente de los telefoninos. Y nosotros -yo el primero- sin hacerle mucho caso; las noticias o el partido de fútbol o una peli o un wpp o un correo electrónico; cada cual con su telefonino ajeno a lo que le preocupa a tu hija, a tu mujer, a tu madre, a tu hermano. Y lo peor; mientras todo esto pasa  delante de nuestras narices, asistimos casi inconscientemente a cambios sociales irreversibles que joderán nuestra vejez -ya a la vuelta de la esquina- movimientos migratorios masivos que cambiarán nuestra cultura y nuestras creencias; nuestros credos o por los menos, el mio, el de mi familia.

El sábado a última hora, bajando de una bonita excursión entre Esporlas y Banyalbufar nos escoltaba un cuarto menguante durante el camino a casa. Brillaba ese cuarto de luna en una noche limpia y serena, ajena a toda desgracia y me vino a la mente la fatal coincidencia. ¿No habrán elegido esta fase lunar esos desalmados para cometer la salvaje matanza de ayer en Paris?

El domingo desayunamos aún sobrecogidos por la espantosa resaca y recuento definitivo de víctimas y, contemplando a las que todavía desayunan colacao y chocopics, me planteo el futuro que les espera y, desgraciadamente, lo que deberán ver y soportar resignadamente. Vaya mundo les dejamos.

Una madrugada de 1969 mi padre nos despertó para ver las inverosímiles imágines de un tipo con un aparatoso traje blanco flotando sobre la superficie lunar. Cuando la televisión era eso; en blanco y negro. Tal vez una próxima madrugada mis hijas asistirán, si nada lo remedia, a la desaparición de mi civilización. Ójala me equivoque, pero en estos momentos, hoy al menos, el pesimismo forma parte de mis prendas de vestir.

Rezaremos los buenos cristianos que admitimos el error ajeno e incluso ponemos la otra mejilla aunque ya no sé si soy realmente un buen cristiano (mis deseos en estos momentos dicen lo contrario) y en cualquier caso, prefiero ser un mal cristiano que, por lo que se ve, un buen musulmán.

Al lado de todo esto, ¿a quién le va a importar lo que decida el tipejo del chaleco de la CUP, disfrazado de abogado del sindicato de transportistas, Chicago años 20?

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