Antes de que empiece agosto, cada verano, desde hace ya unos cuantos años, he tenido confirmadas las reservas de billetes de avión, coche de alquiler y alojamiento de mi septiembreo en Galicia. A estas alturas, ante esa expectativa, lujuria y gula se me han desatado -yo soy así, ¿qué le voy a hacer?- y he empezado a contar los días que me quedan para llegar a Labacolla, tomar la carretera que lleva hasta la autopista y empezar a disfrutar con el paisaje de los verdes eucaliptos que pueblan los inmensos bosques de Galicia y ver a lo lejos, sobre las colinas, los miles de molinos blancos (energía eólica) que acompañan, metro a metro, nuestro camino hasta Pontevedra.
Sol, siempre sol en el mes de septiembre, y esa luz de media tarde que coincide en claridad, prácticamente, con la de mediodía que acabamos de dejar en Palma. Respiro un aire fresco, por fín, que me proporciona una intensa euforia. Sé lo que me espera, que no deja de ser una rutina más, pero una maravillosa y suculenta rutina.
Me convierto en el protagonista de aquel anuncio de televisión, ¿Te gusta conducir? y fijo mi mirada, a través del parabrisas, en una geografía que siento como propia y que reconozco, kilómetro a kilómetro y adivino dónde y cuándo llegan las curvas y las rampas de descenso desde Santiago de Compostela y la ubicación de las áreas de servicio que evitamos a toda cosa, así se nos esté descolgando el estómago, vacío todavía a esas horas, ay las niñas! Ni para un pipí detengo mi marcha hasta llegar a Marín. Qué luz, qué sol; apetece soltarlo todo en la habitación y saltar hacia las playas más próximas a la Escuela Naval; Portocelo, Mogor, Lapaman, con sus blancas lenguas de arena en eternas puestas de un sol suspendido sobre el horizonte. Esperaremos hasta el día siguiente porque sabemos que la recompensa está ya muy cerca, sentada en la mesa, que el pescado y el marisco están ya en la cocina...y no está bien hacer esperar a tan insigne producto.
En un imposible ejercicio de paciencia, nos recomponemos, tras el viaje de avión y coche y acudimos en pos de la primera gran tradición; la merienda (comida y cena, todo junto) en Sanjenjo. Si voy bien de tiempo alargo el viaje y atravieso parte del Valle del Salnés, rodeado, de nuevo, de un océano de viñedos de verde intenso. Bajo la ventanilla y se cuela un aroma con denominación de origen Rias Baixas. Pararía en cualquier bodega y me dejaría llevar por el embrujo de esa uva, sentado comódamente, con la copa al trasluz, filtrando los rayos de sol; bebiendo muy despacito una copita de ese albariño que tan gratos recuerdos incorpora a estas horas de mi verano mediterráneo. Volveré a por ti, Galicia, e intentaré arrastrar conmigo a quien se ofrezca voluntario para disfrutar de la esencia de ese espacio del cual no debería hacer mucha publicidad; y no porque no me pagan, que tampoco, sino porque quisiera preservarla del afán especulador y explotador que pueda iluminar indebidamente a quien, sin conocerla, pueda creer que puede mercadear con su singularidad.
No puedo imaginarme un año entero sin Galicia y me quedo sin sentido cuando cae en mis manos o se muestra ante mis ojos la más diminuta información de pescado o marisco gallego. Y me imagino un sargo asadito al horno, con unas patatitas panaderas por debajo y otras chip con un chorrito de aceite de ajos fritos por encima ...
En un imposible ejercicio de paciencia, nos recomponemos, tras el viaje de avión y coche y acudimos en pos de la primera gran tradición; la merienda (comida y cena, todo junto) en Sanjenjo. Si voy bien de tiempo alargo el viaje y atravieso parte del Valle del Salnés, rodeado, de nuevo, de un océano de viñedos de verde intenso. Bajo la ventanilla y se cuela un aroma con denominación de origen Rias Baixas. Pararía en cualquier bodega y me dejaría llevar por el embrujo de esa uva, sentado comódamente, con la copa al trasluz, filtrando los rayos de sol; bebiendo muy despacito una copita de ese albariño que tan gratos recuerdos incorpora a estas horas de mi verano mediterráneo. Volveré a por ti, Galicia, e intentaré arrastrar conmigo a quien se ofrezca voluntario para disfrutar de la esencia de ese espacio del cual no debería hacer mucha publicidad; y no porque no me pagan, que tampoco, sino porque quisiera preservarla del afán especulador y explotador que pueda iluminar indebidamente a quien, sin conocerla, pueda creer que puede mercadear con su singularidad.
No puedo imaginarme un año entero sin Galicia y me quedo sin sentido cuando cae en mis manos o se muestra ante mis ojos la más diminuta información de pescado o marisco gallego. Y me imagino un sargo asadito al horno, con unas patatitas panaderas por debajo y otras chip con un chorrito de aceite de ajos fritos por encima ...
Este sargo de algo más de un kilo cayó en nuestros estómagos, como el probre Jonás en el de una ballena. Restaurante O'Pereiro. Hio. Pontevedra, septiembre 2014
Así las cosas y ante estos precedentes gastronómicos buscaré refugio en las bellísimas calas de aguas turquesas menorquinas y no me quedará más remedio que rendirme ante la oferta de pescados y mariscos locales. Creo que también voy a disfrutarla, aunque me temo que, económicamente, saldré peor parado. No sé. Ya contaré; ya diré cosas.
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