Ya no sorprende a nadie el hastío que ha llegado a producirme, este verano, el incesante calor que hemos padecido; sin tregua, sin piedad. Se supone que es lo propio de esta época en este Mediterráneo nuestro. Aún así, creo que no es habitual que durante todo el mes de julio hayamos tenido que soportar esas altísimas temperaturas agravadas, en Mallorca, por el alto porcentaje de humedad en el aire, lo que ha incrementado la sensación de evaporización de mi presencia de ánimo.
Así las cosas, he celebrado las dos o tres ocasiones (no más) en que una brisa fresca, una nube o un ligero chaparrón han permitido que pudiera mirar al cielo de tú a tú, incluso desafiar al propio sol, encarándome directamente con él, como si por un momento no me hubieran lastimado los cien mil latigazos diarios que me ha infligido durante todo este mes.
Llueve a ratos, pero cuando lo hace, es con ganas; empapa el suelo y casi me dan ganas de salir a la calle con los brazos abiertos y mirando hacia arriba, como el único día que cayeron dieciséis o dicisiete gotas (no recuerdo muy bien) en Afganistán, aquella lejana tarde de octubre del año dos mil trece.
Me asomo a la ventana, qué consuelo, y veo en el bloque de viviendas frente a mi despacho a dos niños que desde su terraza, con sus paraguas rosa y azul abiertos, miran como se empapa el suelo. Rien alborotados como si no hubieran visto jamás la lluvia; o como si no lo recordasen, como aquella anciana brasileña que no se enfrentó a la inmensa mar (jamás la había visto) hasta que cumplió cien años.
Me cuesta creer, asomado al patio, que el verano agonice pero ocurre cada año, que llega el quince de agosto y el cielo se parte en dos - per la Mare de Deu d'agost a las set es fa fosc- y en una acera de la calle jarrea mientras que en la de enfrente un perro sigue meneando el rabillo totalmente seco, sin necesidad de huir del chaparrón.
Diluvia en la calle de mi despacho y sigue mi familia en la playa con un sol radiante. Misma isla, misma hora, no más de doce kilómetros de distancia. Acabarán corriendo hasta los coches, como cada año. ¿Por qué corren los bañistas de una playa, huyendo de la lluvia como si fuera ácido? ¿No estaban hasta momento antes sumergidos en el mar? Jamás lo he entendido; si es sólo agua.
Diluvia en la calle de mi despacho y sigue mi familia en la playa con un sol radiante. Misma isla, misma hora, no más de doce kilómetros de distancia. Acabarán corriendo hasta los coches, como cada año. ¿Por qué corren los bañistas de una playa, huyendo de la lluvia como si fuera ácido? ¿No estaban hasta momento antes sumergidos en el mar? Jamás lo he entendido; si es sólo agua.
Estoy por salir del despacho, sin paraguas, y saltar sobre los charcos, junto a los niños que sí saben lo que es divertido. Creo que no lo haré; pensarían que he perdido el juicio junto con mi presencia de ánimo.
Así que, entre chaparrón y chaparrón, una joven me ha llevado de la mano frente al mar y nos encontramos rodeados por los mejores mástiles de Palma. Llueve fuera; la fiesta está en el comedor. Un imponente gallo de San Pedro de algo más de un kilo se ha colado entre nuestras manos y el albariño de Pazo de San Mauro toca el violín. Felicidades. No bailaremos un chotis...
Así que, entre chaparrón y chaparrón, una joven me ha llevado de la mano frente al mar y nos encontramos rodeados por los mejores mástiles de Palma. Llueve fuera; la fiesta está en el comedor. Un imponente gallo de San Pedro de algo más de un kilo se ha colado entre nuestras manos y el albariño de Pazo de San Mauro toca el violín. Felicidades. No bailaremos un chotis...
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