lunes, 29 de diciembre de 2014

Unas migas de pan sobre el mantel

Llegó el tiempo de las largas sobremesas, de los menús exquisitos, de los buenos vinos y excelentes cavas o champagnes. No acabamos de retirar las migas de pan que quedaron sobre el mantel de la comida y estamos ya preparados para confeccionar el siguiente manjar. Y así...

Queda, junto a las últimas copas que todavía contienen el último traguito de vino y que no han sido retiradas,  un culín de melancolía, de cierta nostalgia. Pasan los años -muy deprisa- y se van subiendo a la mesa los pequeños cachorros de ayer. Se suceden los roles alrededor del mantel y van llenándose los huecos que fueron quedando, los de aquellos que se apearon en su estación -como rezaba uno de los  más atinados "guasaps" que he recibido últimamente (gracias, Maribel)- a los que echamos de menos durante todo el año, pero especialmente estos días. Rendimos tributo de la mejor manera que se puede hacer al llegar estas fechas; reuniéndonos en torno a la mesa, cuanto más familia, mejor. Como si de un ritual se tratase, vuelve a chuflar la olla express hora tras hora, desde unos cuantos días antes de la gran cita, para obtener litros y litros de caldo de Navidad, elixir de dioses. De fondo, suena, amortiguada por los vapores de la sala de máquinas en la que se ha convertido la cocina,  la monótona letanía de los niños del Colegio de San Ildefonso, confundiéndose con sonidos de carreras y risas de otros niños, los de la casa, escaramuzas de broma entre Peter Pan y el Capitán Garfio, o  entre Mowgli y Bagheera o las atenciones de Nancy con su Kent y sobre todo las aventuras de los Clicks; el circo, la granja, la escuela, el barco pirata... Toda esta tropa, pasillo arriba, pasillo abajo, desde hace tantos y tantos años. El sonido de la Navidad.

Esos juguetes de antaño, esos niños de ayer, se han subido ya a la misma mesa  de los adultos, que también jugaron sobre la misma alfombra de lana que cubrió todos los suelos que acogieron vivienda viva, y comparten ya hoy, el mismo menú, con la vajilla de cada año, con los cubiertos y las copas de los días especiales y han cambiado las ruedas de los cochecitos y los peines de las muñecas por naipes y fichas. Vamos creciendo y los mayores nos miramos a hurtadillas y se nos escapa un brillo en los ojos. La trágica felicidad de la vida que transcurre día a día, la paradójica realidad de cada casa, de cada hogar, las alegrías y las penas,  que dejan sus huellas junto a las migas que quedaron en el mantel.


Quedan huérfanos por unos breves instantes un montón de móviles parpadeando, recibiendo una extensa gama de felicitaciones, de citas, de mensajes de recuerdos de pasadas vivencias, de afectos sentidos, rancios algunos, pero sinceros todos y de emociones compartidas que estos días, sí, alcanzan su objetivo. Nos llegan retales de la vida de hermanos, de primos, de amigos lejanos que hoy, ¡vaya!, no se sentaron en nuestra mesa, a los que no llenaremos su copa con nuestros vinos, pero que siguen ahí, junto a nosotros, como si compartieran la misma mesa y mantel y dejaran sobre él, sus propias migas.

El plato del bacalao

Uno de los imprescindibles cuando llegan estas fechas, en casa, es el bacalao, en cualquiera de sus recetas. Especialmente singular es el conocido por toda mi familia como "el plato del bacalao". Al parecer, sus raíces se remontan a una receta que ejecutaba a la perfección una cocinera que trabajó hace más de sesenta años en la casa de unos tíos nuestros, interpretando a su vez una preparación de un restaurante de Pamplona, que ya cerró,  llamado Las Pocholas, uno de los favoritos, en sus viajes por España, de Ernest Hemingway. Mi madre aprendió a cocinarlo y mi padre a ir corrigiéndolo, supongo, año a año hasta llegar a convertirse en un clásico para cualquier día de la Navidad.

Se requiere un lomo  de bacalao desalado de primera, que iremos desmenuzando en lascas muy finas de tal manera que su tamaño se homologue al de unas patatas cortadas en daditos (max 1 cm.). Iremos sofriendo unas cebollas cortadas muy finas en aceite hasta que alcancen un tono dorado, sin llegar a caramelizar. Cuando lleguen a ese punto, añadiremos el bacalao que sofreiremos muy lentamente, a fuego bajo, permitiendo que vaya soltando su grasa, como un pil-pil lento, sin convulsiones ni agitaciones. En este punto, podría añadirse medio vaso de vino blanco seco. Al tiempo que vamos logrando ese milagro iremos friendo las patatas, que deben quedar doradas y crujientes e iremos reservando. Agregaremos unos pimientos del piquillo asados previamente, e igualmente cortados a dados de similar tamaño que las patatas y el bacalao e iremos mezclando con mucho cuidado todo, poco a  poco para que vayan empapándose recíprocamente las fragancias de cada producto. Haremos una sustanciosa bechamel, abundante, que llegue hasta casi el fondo de la gran fuente de horno y dejaremos reposar para que el bacalao impregne con su aroma toda la preparación. Finalmente cubriremos con un buen queso rallado y hornearemos para que alcance alta temperatura (se ha de tomar caliente) y que una fina y crujiente costra de queso cubra toda la fuente o las fuentes. Este año, en casa, dos fuentes de gran tamaño. 
Gracias mami, abuela.

Otro día, otro clásico. Buen provecho!


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