Desde que mis hijas empezaron a tener edad de aprender a dibujar piruetas en el aire, vestidas y calzadas del Bolshoi o desde que empezamos a embutir en sus cabecitas el lenguaje de Shakespeare o habilidades con las cuerdas de una guitarra, me he visto obligado a dedicar el tiempo de espera en forzosos paseos por algunos barrios periféricos de Palma de Mallorca. Debería decir que, tal vez por el inescrutable caracter local, todo lo que no sea centro-centro, en Palma es periferia, a pesar de que coexisten barrios que alojan en sus calles una mayor actividad comercial y de ocio que otros.
En cualquier caso no se trata de estos últimos, los barrios a los que yo me refiero, justo lo contrario, sino esos otros en los que todo el tráfico peatonal o rodado resulta siempre de paso. Mantienen un pulso muy lento, especialmente grave cuando se cierne sobre sus calles la decadente y triste luz del invierno. Sus aceras son estrechas, nunca excesivamente aseadas, ni en buen estado de conservación, ni tampoco muy beneficiadas por el trato de los servicios municipales de limpieza. Por ella transitan, en la mayoría de las ocasiones en las que yo paseo, personas mayores; unos, en pareja, cogidos de las manos -amor sólido-, ella en zapatillas de paño, de las de estar por casa y bata de franela. Otros, meramente abandonadas al cariño y compañía de una pequeña mascota, esos perrillos mil leches de andares viejos y cansados, paseos en los cuales, parece tirar más el amo que el propio perro, con una correa innecesaria - ¿dónde te vas a ir?- que apenas eleva su triste mirada al cruzarse un extraño con ellos, que apenas olisquea ya en los alcorques.
En las plantas bajas, locales comerciales vacíos, con los cristales opacados por la suciedad y alfombrado el suelo de sus entradas con cartas y diarios amarillentos que nadie nunca llegará a leer, empapelados con una gran profusión de carteles con una leyenda de significación única; todo en venta, alquiler o traspaso...no hay actividad. Hoy abren un local de frutas, mañana de venta de chuches, bebidas y pan de baja calidad. Negocios que duran cuatro días y que mudarán en breve a la misma condición que los que los rodean. Bares vacíos, asfixiados por una excesiva y paupérrima oferta y una baja demanda. Muchos locutorios con ofertas de venta de refrescos de cola a euro "la tirá". Y los "chinos", múltiples y atiborrados bazares del siglo XXI, con olor a humedad y plástico, donde venden, todavía hoy a precio de conveniencia, productos de pésima calidad y muy corto recorrido y que permanecen abiertos pese a que, incomprensiblemente, de sus ventas viven varias familias.
Oscurece la tarde y me entra el frio en la garganta y avanzando los minutos se ven menos peatones y menos luz en las plantas bajas. Si miras hacia arriba, en esos barrios, además de ver cientos de muñecos colorados colgados de las ventanas (nunca he sabido si pretenden entrar o salir huyendo) y guirnaldas luminosas de colores, te das cuenta de que nadie hizo un verdadero esfuerzo por armonizar la construcción de esas horribles fachadas en un entorno más agradable y vistoso. Por contra, brotaron como obra del mal gusto, edificios de variadas alturas, colores e indefinidos estilos. Y luego, cada vecino, cada propio, cerró y remató su terraza, coladuría o balcón como le salió del güito, que diría Alfredo Z., sin que se hiciera respetar lo más mínimo disciplina urbanística alguna, ni recomendación de comunidad de propietarios, ni sentido común, ni estética.
Peatones de colores y lenguas diversas en calles con una ornamentación navideña deslucida que inclina muy poco a la alegría; cuatro rótulos luminosos, con mensajes ya manidos, que transmiten euforia cero, trasnochados, separados entre por sí por todo un año litúrgico, por más distancia de la que separa la opulencia luminosa navideña del centro-centro de esta agónica perifeferia. ¿Por qué ponen esos adornos tan pobres en estas calles, papá?
Para aislarme ligeramente, acabo calzándome los auriculares y me regalo un poco de música bullanguera, deseando que llegue el final de la clase y poder volver a casa.
Peatones de colores y lenguas diversas en calles con una ornamentación navideña deslucida que inclina muy poco a la alegría; cuatro rótulos luminosos, con mensajes ya manidos, que transmiten euforia cero, trasnochados, separados entre por sí por todo un año litúrgico, por más distancia de la que separa la opulencia luminosa navideña del centro-centro de esta agónica perifeferia. ¿Por qué ponen esos adornos tan pobres en estas calles, papá?
Para aislarme ligeramente, acabo calzándome los auriculares y me regalo un poco de música bullanguera, deseando que llegue el final de la clase y poder volver a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario