El inconfundible aroma de la normalidad vuelve a tocar con sus nudillos en la puerta de nuestras casas. Se disipó la estela de la Estrella de Belén, se alejan los Reyes Magos dejando tras de sí las huellas de las viejas tradiciones, que les guste o no a los más críticos, sigue amueblando de recuerdos imborrables las paredes de nuestra memoria. Y las de los nuestros, mayores y menores.
Necesitamos cargar la cafetera y afrontar el mes más largo del año. Si después de la noche de la Pedroche se ausenta uno de la rutina doméstica y decide poner rumbo a nuevos horizontes, al regresar, mejor haber borrado cualquier rastro de la Navidad. No se puede volver a casa el 8 de enero y encontrarse ni con el árbol ni con el resto de adornos navideños. Es muy cruel.
Regresando del habitual recreo familiar pirenaico, después de cuatro días de esquí casi tropical, hay momentos de cierto ensimismamiento, mientras conduzco por la carretera, mientras arrastro en silencio el troley en un aeropuerto semi vacío o mientras me acomodo en la butaca del avión que me devuelve a Palma.
Reflexiones encontradas respecto del año finalizado, carpetazo a muchas historias concluidas y repaso pormenorizado de demasiadas causas abiertas. No se pasa de la noche a la mañana de la oscuridad total a la claridad absoluta. Poco a poco, a ritmo de los recibos que vayan llegando, volveré a tratar de edificar un nuevo año. Sin grandes propósitos, ni nuevos retos, ni arriesgados proyectos, me conformaré con dejarme llevar por el día a día. Primero las vacaciones de enero, con las manos en los bolsillos cuando entre en la cocina y sin caer en la tentación de seguir entregándome totalmente a la voracidad de exquisiteces gastronómicas. Mejor calditos depuradores y curativos, verduras y hortalizas y alguna cosa ligera a la plancha.
El aroma de normalidad se respira también en la vuelta a la actualidad informativa, con la autocomplacencia feliz de quienes se solazan con sea lo que sea que publique el boe y con el cabreo permanente de quienes contemplan, impotentes, la demolición y liquidación total del Estado. Sigo esperanzado, ingenuo es lo último que quisiera ser, en que las urnas salven el destino de este país. Viajar, aunque sea sin despegarse mucho de lo habitual, ayuda a contemplar panorámicas que no son tal y como nos las cuentan.
Ahí lo dejo, de momento.
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