lunes, 1 de noviembre de 2021

Cambio de armario, fondo de mar

Que nadie se asuste ni cuestione mi salud mental más allá de lo habitual. No he sufrido un brusco cambio de conducta (creo). 

Hace ya ocho años, cuando a estas alturas de otoño estaba a punto de concluir mi fascinante y enriquecedora misión asiática y ultimaba mi out processing para mi regreso a territorio nacional, en las primeras y últimas horas del día, allí, se hacía necesario embutirse en el chaquetón pixelado y levantarse el cuello porque las temperaturas descendían de forma notable. De los cuarenta y seis grados que llegamos a alcanzar un día de junio pasamos a los escasos diez o doce grados de la medianoche de noviembre. Por entonces, al hablar con mi madre, especialmente ella, aún me hacía albergar esperanzas de poder darme unos chapuzones en mi playa porque la bonanza climatológica así lo permitía.

Agua de borrajas. Fue despertar el primer día en casa y tener que resignarme a ver como la fina lluvia empañaba mi ilusión por regalarme un reparador baño en el mar. Acabó la bonanza y llegó el invierno y me quedé sin sol en la orilla.

Aún así, como todos los años menos ese, el sol y la escasez de lluvias me permiten estirar el hábito playero y seguir anclando mis pies en la orilla, disfrutando de este Mediterráneo bonachón que, algunos días, parece un gel transparente que deja ver, con precisión, el fondo, su arena, sus campos de posidonia y toda la fauna (alguna medusa incluida)

A pesar de eso el calendario avanza y llegará el momento de cambiar la ropa diaria, sacar los edredones y echarse un jersey sobre los hombros al caer la tarde...y ahora, además, mucho peor tras el desmoralizante recién estrenado horario de invierno.

Tiene sus ventajas, me dirá Joaco; la gastronomía de otoño llena la despensa de productos de cuchara, llegan los primeros níscalos, apetece emplearse a fondo con contundentes estufados y guisos de ricas carnes, de sopas, caldos y cocidos, de legumbres y demás asados y los manteles atrapan jugosas sobremesas quedando más allá de los ventanales los temporales de viento y lluvia. Y el aroma de un buen tinto vuelve a envolvernos en ancianas ensoñaciones.

Todo eso está muy bien pero me da mucha pereza echar al fondo del armario los pantalones de verano y las bermudas, los polos (niquis) y las camisetas de playa. Ahora bien, el bañador no. Ese se queda en la mochila playera para echar mano de ella en cuanto apunte un rayo de sol por poco tibio que sea.




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