lunes, 23 de agosto de 2021

Aquel verano afgano

En una de las paredes de la pequeña capilla de la Base de Herat había un cuadro en el que se relacionaba, junto a sus fotos, los nombres de algunos de los militares españoles que entregaron su vida en la misión. Un puñado de fieles uniformados asistíamos puntualmente al desquiciante oficio del páter que nos cayó en suerte. Para evadirme de sus lisérgicas y atropelladas homilías me refugiaba en los nombres y los rostros de los que allí cayeron intentando, con mi oración, honrar su memoria como merecían. (Al final, decidí cambiar de parroquia y cumplir mis deberes espirituales en "little Italy", con una misa mucho más dinámica y con homilías que comprendía mucho mejor, a pesar de que no entendía ni papa de italiano)

En mi conciencia, mucho más limpia que la de cualquier malpensante, tengo muy claro que no me mueve a escribir estas líneas ningún tipo de oportunismo ni mucho menos afán alguno de protagonismo. Desgraciadamente, en todo caso los añorados protagonistas de este relato serían todos los caídos en Afganistán (y en el trágico trayecto de regreso de una parte del contingente que falleció en el accidente del Yakolev). La muerte de todos ellos y la del resto de otras nacionalidades que formaron parte de la misión internacional a lo largo de los últimos veinte años, parece que deviene como inútil y baldía a partir del momento, tan previsible por otra parte, del que estamos siendo testigos estos días.

A raíz de los últimos y terribles acontecimientos, por un momento he vuelto a vestir el uniforme árido pixelado, me he calzado los botarros polvorientos y he regresado a mi corimec, sede de la Intervención Delegada en la FSB "Camp Arena" Herat, Afganistán y a la formación en la Plaza de España para asistir al izado de Bandera de cualquier lunes, junto al escorpión gigante que pintó un habilidoso soldado de nuestro contingente.

Fuego en la cara. En las horas previas a nuestro relevo, en la Plaza España formábamos los contingentes saliente y entrante. En los días anteriores habíamos efectuado los trámites de sucesión de función y cargo. Cada cual el suyo. Eran los primeros días de mayo y a esas horas centrales del día las temperaturas ya superaban los treinta grados. Un aire leve, como un suspiro y cálido como cuando se acerca uno a unas brasas. Un anticipo de lo que iba a ir en aumento los siguientes meses. En cualquier caso aquello, la temperatura, no era la peor amenaza inicialmente aunque al final de la misión, cualquiera de nosotros estaba suficientemente contento por que sí fuera ese el principal problema en zona de operaciones.

Algunos de mis compañeros de misión y de profesión, también algunos familiares y muchos de mis amigos han tenido un momento de reflexión que les ha llevado a acordarse de que yo  también estuve allí. He recibido en ese recuerdo un beso de condolencia, un abrazo de compadecido pésame por lo que ha ocurrido y por lo que ocurrirá. 

Tantas vidas uniformadas, entregadas en una misión que en origen ya se antojaba como imposible; el riesgo cierto de poder llegar a formar parte de la leyenda negra de un rincón del infierno, una larga lista de víctimas -unos en acciones de guerra, otros por accidente-...ausentes para siempre. Padres, hijos, madres, esposas, amigos, compañeros...

Si algo ha dejado una profunda huella en mi carrera, al margen del compromiso con el que he tratado de ejercer siempre mi función, ha sido mi misión en Afganistán. Quedó impreso en mi memoria el árido recuerdo de la cegadora luz del cielo afgano, del denso aire que respirábamos y del color ocre de todo el escenario. La ausencia de otros colores, de otros aromas,  de matices, de otras prendas de vestir. La enorme distancia con lo propio de cada cual. La lejanía del hogar. El lento pasar de los días, las incontables horas en el corimec de mi despacho, los cotidianos desplazamientos entre el compound español, donde residíamos y el italiano, donde trabajábamos, a cualquier hora, de cualquier día, de cada uno de los casi siete meses (de mayo a noviembre), los pasillos blindados por muros compuestos por miles de  bloques de hesco bastion, los suaves y precoces  atardeceres en los que el sol rebajaba por fin su inclemente castigo, el cielo nocturno estrellado y la imponente y nítida visión de la vía láctea, los compañeros de misión - los mejores que jamás imaginé iba a tener-, la suerte de poder compartir excelentes momentos con todos ellos y el lujo de poder ejercer mi función con plena libertad y satisfacción personal y profesional.

Era dentro de la base donde la libertad estaba custodiada y protegida. Sabíamos que al otro lado del muro, más allá de la línea de merlones que encapsulaban nuestra seguridad, la cosa era muy distinta. Se oían, algunas noches, señales de otro tipo de vida, algunas detonaciones y disparos esporádicos, más para intimidar -nos decían- que para atentar realmente contra nuestras vidas. Lo sabíamos pero aún así no nos fiábamos. Sabíamos mucho mejor lo que ocurría fuera por lo que publicaba nuestra prensa nacional en sus digitales que por la escasa información que nos llegaba del propio teatro de operaciones. En eso, cada cual tenía su misión.

Es una lástima que se diluya todo aquel esfuerzo de miles de hombres y mujeres, aquellas vidas entregadas, para acabar dándonos la razón cuando decíamos, sin necesidad de ser pitonisos, que desde el preciso instante en que el último soldado occidental abandonara Afganistán, todo volvería a ser como lo encontraron al principio de la misión: el infierno en una perpetua edad media, con un tiempo infinito -sin necesidad de usar reloj- para aplastar y aniquilar a hombres, mujeres y niños inocentes que piensan diferente a quienes les gobernarán hasta que se produzca otro intento de rescate mientras de noche y al raso, bajo la vía láctea, sueñan otra vida. Cualquiera que no sea la de vivir bajo la amenaza de un Estado empuñando permanentemente un AK47.






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