lunes, 17 de mayo de 2021

La velocidad

Nos imponen una nueva limitación de velocidad; a 30 kilómetros por hora en la mayor parte de las calles de todas las ciudades y en algunas vías de circunvalación, a 80 kilómetros por hora. Con este límite la circulación se hace lenta, pesada y anodina. Se persigue, según nos dicen los que tratan de justificarlo, por una parte la seguridad de los peatones, en el caso de las calles interiores y evitar la excesiva siniestralidad y la contaminación en las vías más rápidas. La contundencia de los argumentos la ratifica -incuestionablemente- el cuadro de sanciones previstas para quien supere esos límites. Claro está, la respuesta es incontestable: ah, entiendo, era eso!

Así, aunque aprendiéramos y entendiéramos lo contrario desde pequeñitos, podríamos redefinir la velocidad como la magnitud física que expresa la lentitud con que se desplazan los automóviles por las vías públicas de circulación bajo la amenaza real de padecer un severo castigo económico.

Ese castigo, a la inversa, es decir por ser demasiado lentos es lo que ha llevado a la mayor parte de los equipos españoles de fútbol a sucumbir en su empeño de volver a ser grandes en Europa. El juego lento, anodino, cansino y poco dinámico ha penalizado -a unos mucho más que a otros- a esos equipos que deberán conformarse con decantarse por Manchester City o Chelsea en su final de Champions, al parecer en Oporto. Y es que estos últimos finalistas junto a la mayor parte de equipos contra los que se han enfrentado los aspirantes españoles, todos ellos, juegan a una velocidad que parece inalcanzable. El juego basado en el sobeteo de balón de una banda a la opuesta, pasando por el peso marmoleo de un centrocampista que no puede ni con el peso de sus espinilleras, avanzando y retrocediendo en una circulación en diente de sierra estéril e improductivo está muy alejado del fútbol que juegan en el resto de Europa donde se impone un ritmo veloz de juego al espacio libre y con pases orientados, siempre, al interior del área que es donde se genera el peligro y las ocasiones de gol. Así nos va, así nos fue. No hay más cera que la que ardió.

Por momentos al tenis le pasa lo mismo. A la nueva generación le costará lo mismo que un reto imposible dar con un líder hegemónico que marque una nueva era (camino del partido homenaje -bien merecido- los tres tenores, a saber Federer, Nadal y Djocovik). Mientras aparece alguno de ellos que sea capaz de demostrar en las tres superficies la regularidad y estabilidad de su liderato, apreciamos que los tenistas son cada vez más altos y más delgados. Sus envergaduras rozan  los dos metros y medio y sus brazos finos y fibrados se convierten en catapultas humanas capaces de proyectar la pelota amarilla a velocidades próximas a los 250 km/h en los saques. Es un tenis muy físico y muy rápido y en definitiva muy poco vistoso. A los románticos de las voleas y dejadas en la red, de los golpes liftados y de los prodigiosos globos se nos acaba el espectáculo. Ni siquiera la superficie de tierra batida garantiza el predominio del talento sobre la fortaleza física. Que Nadal, ejemplo de jugador de tierra, vea amenazado su trono por espigados chavales de veinte años y casi dos metros de altura y sacadores de misiles a 240 km/h es síntoma claro de que la velocidad de la pelota está transformando el tenis. A pesar de ello, y jugando al máximo nivel, ha vuelto a ganar el Másters de Roma, derrotando a Djocovik en una final apasionante, como las de antes.

Ah, y si en ciudad quieres correr, cómprate un patinete.

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