Cuando en la foto de algún periódico veo la toma frontal o trasera de una portería de futbol, el vértigo de la nostalgia se adueña de mi memoria, no sé muy bien por qué, como un déjà vecú, que me traslada de nuevo al viejo campo de fútbol del Colegio Viaró. Eran unas instalaciones excelentes, sobre todo para aquellos tiempos, año 1967 y siguientes, cuando muy pocos colegios podían contar con campos de futbol, polideportivo cubierto y múltiples canchas de baloncesto y balonmano, pistas de atletismo, foso de altura, de longitud, de pértiga, de lanzamiento de peso...
Como monitores de cada deporte o especialidad contaba, además, con veteranos deportistas laureados, ex-jugadores de primera línea que nos desvelaban, con la paciencia del buen formador, las técnicas del golpeo, tácticas, métodos de entrenamiento, etc. Todo ello orientado, indudablemente, a hacer de los alumnos unos entusiastas deportistas, muy competitivos para el futuro y siempre con la mentalidad del esfuerzo colectivo en beneficio del equipo. Prevalecía en todos ellos, incluso en algo tan individual como lo es el atletismo, el espíritu de grupo.
Una mañana, el Furia (mi equipo) jugábamos contra Delfín. Yo, que no he desarrollado tanta habilidad con el balón que fuera siquiera mínimamente proporcional a mi pasión como espectador (y culé), lancé una extraordinaria carrera por la banda izquierda y salvando la marca de mi marcador y pegajoso lateral conseguí llegar a la línea de fondo y muy apuradamente centrar el balón al interior del área. Llegó tan templado que mi compañero Carlos Monzón solo tuvo que tocarla muy suavemente con el empeine y, sin que tocara el suelo ni un solo segundo, acabar en el fondo de aquella portería con redes. Ganamos aquel partido y luego, uno a uno, fuimos jugando el resto, ganando unos y perdiendo otros, pero nadie podrá borrarme jamás la satisfacción de ver como el balón de cuero (de reglamento, como solíamos llamarlo) quedaba pegado al fondo de la red y el portero contrario, con cara de decepción, de allí lo rescataba. En algún partido llegamos a los penaltis y esa es la visión que me ha quedado grabada en la memoria. Una enorme portería que a medida que me acercaba al balón, plantado en el punto de penalti y frente a la estática silueta del portero, iba empequeñeciendo hasta hacerse realmente diminuta.
Aquella portería tenía el mismo tamaño que las actuales del fútbol profesional. Los protagonistas de un penalti siguen siendo los mismos y sigo sin entender como un jugador profesional, teniendo tantas opciones de lanzamiento, puede fallar un penalti.
Hace unos días, en París, Messi (al que nunca nadie debería hacerle reproche alguno) lanzaba un penalti al borde del descanso. Podría haber supuesto una buena ventaja para afrontar con cierto optimismo la segunda parte del partido y la resolución de la eliminatoria contra el PSG...
Lo que pasó todo el mundo lo sabe y a Messi le pesó probablemente hasta que se despertó a la mañana siguiente. Esa portería se hizo diminuta, el portero enorme y los postes transparentes...Es una imagen imborrable, como el recuerdo de aquella mañana en el campo de Viaró.
En ocasiones la vida te coloca junto al balón en el punto de un penalti que no puedes fallar. En frente hay una portería que a medida que vas midiendo con tu mirada se hace cada vez menor y, por contra, más grande se hace el portero.
¿Fallé yo el penalti?...eso es una historia para otro día.
Suena para muchos de los que recordamos nuestras cosas de aquellos años como un himno generacional:
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