El bocajarrazo con el que, al parecer, tantísima gente recibimos la noticia del fallecimiento de David Gistau generó un inmediato torrente de reacciones y testimonios de reconocimiento de su talento. Lógico. Las más reconocidas y prestigiosas "plumas" del país, especialmente las más jóvenes, en los días sucesivos, dejaron evidentes muestras de su singular personalidad y de sus refinados olfato y estilo. Reconozco que había, en mi proceso de lectura de todo cuanto a él se refería -obituarios y reseñas necrológicas- una angustiosa búsqueda empática de consuelo por un dolor ajeno; el de una joven viuda y de cuatro renacuajos a los que la muerte les ha hurtado, con cuentagotas y lentamente, los abrazos, carantoñas y revolcones a los que un padre tiene derecho y que un hijo recuerda de por vida; el mayor de los dolores. Pero también ha dejado huérfanos a miles de lectores y oyentes que buscábamos en su opinión el refrendo de nuestras propias inquietudes sobre la actualidad y no con ánimo de curarlas -lo nuestro ya no tiene cura- sino como la agridulce sensación que nos proporciona comprobar que no estamos muy equivocados, ni tan solos, en nuestros peores augurios.
Era la lectura de todos aquellos panegíricos el antídoto idóneo contra la ansiedad propia de quien se niega a resignarse y dar por perdido algo querido.
Era la lectura de todos aquellos panegíricos el antídoto idóneo contra la ansiedad propia de quien se niega a resignarse y dar por perdido algo querido.
Todo eso hizo brotar, además de sentimientos de incredulidad y de una singular injusticia metafísica, la memoria de aquellos tiempos en los que se identificaban, lo que hoy conocemos con artículos de opinión, con las viejas terceras o aquellas crónicas políticas de la transición y más allá, que esculpían artesanalmente en viejas olivettis aquellos magníficos columinstas de la prensa de papel.
Aquellos periódicos que empezaban a amarillear y a abarquillarse, caducos, a partir del día siguiente de salir de las rotativas, cuando ya entraban en el salón al apuntar el día, los nuevos ejemplares de ABC, La vanguardia, El Periódico y El País y otros periódicos del nuevo día, enrollados sobre sí mismos y abrazados por una goma elástica -cuánto pesaban- y que mi padre leía a cualquier hora del día o de la madrugada hasta acabar, leídos de pe a pa, tendidos, rendidos en el suelo, desmembrados, mutilados a veces, por unas largas tijeras que se encargaban de extirpar, con precisión quirúrgica, los artículos más interesantes, los más sorprendentes, los más valiosos para que los lectores de segundo turno pilláramos el preciado bocado, como polluelos de nido alimentados directamente en el pico. En aquellos recortes iba implícita la recomendación de su lectura. Eran los imprescindibles, lo trascendental, el resumen de prensa que generaba un especial regocijo leer. Envolvía la literatura fina de aquellos párrafos mucho más que el mullido butacón orejero en el que los leía.
Luego, en ese sucesivo y constante relevo, los viejos diarios igual envolvían el bocadillo para el colegio o acababan, compactados, en el interior de un zapato para conservar su horma; prolongaban su vida útil mas allá de la lectura.
Se imaginaba uno por entonces a los viejos columnistas entrando en la redacción descolgándose el bufandón del cuello para dejarlo junto al sombrero en una vieja percha de madera, arreándole un viaje a la petaca de whisky peleón que guardaban en el fondo del último cajón, buscando sorbitos de inspiración, al tiempo que el folio entraba en el carro de la olivetti y se cuadraba en el punto exacto para que los tabuladores hicieran el resto. Había que soplarse las puntas de los dedos antes de empezar a picotear sobre el témpano de hielo, aquel glacial en el que, en invierno, se convertían los teclados de las viejas máquinas de escribir.
Mi hija mayor acaba de empezar sus estudios de Periodismo y Humanidades: forma y fondo. Por nada en el mundo quisiera que fuera un capricho juvenil. Sería yo muy feliz viendo publicada aunque fuera una sola línea de su vocación aunque, me temo, ya no será en papel de periódico, sino en un puñado de pixeles luminosos en los que jamás debería faltar el talento, la mordacidad, el estilo, pero sobre todo la libertad de escribir como quiera, como hacía David Gistau.
Suerte María!
Aquellos periódicos que empezaban a amarillear y a abarquillarse, caducos, a partir del día siguiente de salir de las rotativas, cuando ya entraban en el salón al apuntar el día, los nuevos ejemplares de ABC, La vanguardia, El Periódico y El País y otros periódicos del nuevo día, enrollados sobre sí mismos y abrazados por una goma elástica -cuánto pesaban- y que mi padre leía a cualquier hora del día o de la madrugada hasta acabar, leídos de pe a pa, tendidos, rendidos en el suelo, desmembrados, mutilados a veces, por unas largas tijeras que se encargaban de extirpar, con precisión quirúrgica, los artículos más interesantes, los más sorprendentes, los más valiosos para que los lectores de segundo turno pilláramos el preciado bocado, como polluelos de nido alimentados directamente en el pico. En aquellos recortes iba implícita la recomendación de su lectura. Eran los imprescindibles, lo trascendental, el resumen de prensa que generaba un especial regocijo leer. Envolvía la literatura fina de aquellos párrafos mucho más que el mullido butacón orejero en el que los leía.
Luego, en ese sucesivo y constante relevo, los viejos diarios igual envolvían el bocadillo para el colegio o acababan, compactados, en el interior de un zapato para conservar su horma; prolongaban su vida útil mas allá de la lectura.
Se imaginaba uno por entonces a los viejos columnistas entrando en la redacción descolgándose el bufandón del cuello para dejarlo junto al sombrero en una vieja percha de madera, arreándole un viaje a la petaca de whisky peleón que guardaban en el fondo del último cajón, buscando sorbitos de inspiración, al tiempo que el folio entraba en el carro de la olivetti y se cuadraba en el punto exacto para que los tabuladores hicieran el resto. Había que soplarse las puntas de los dedos antes de empezar a picotear sobre el témpano de hielo, aquel glacial en el que, en invierno, se convertían los teclados de las viejas máquinas de escribir.
Mi hija mayor acaba de empezar sus estudios de Periodismo y Humanidades: forma y fondo. Por nada en el mundo quisiera que fuera un capricho juvenil. Sería yo muy feliz viendo publicada aunque fuera una sola línea de su vocación aunque, me temo, ya no será en papel de periódico, sino en un puñado de pixeles luminosos en los que jamás debería faltar el talento, la mordacidad, el estilo, pero sobre todo la libertad de escribir como quiera, como hacía David Gistau.
Suerte María!
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