lunes, 21 de agosto de 2017

El misterio de las piedras

En mi reciente viaje por Ferrol no descuidé una cita personal con una parte de la historia que le proporcionó su grandeza y que, a pesar de haber vivido allí casi cuatro años, no acabé de explorar debidamente en su momento. Además, espoleado por la ficción de Inma Chacón -Tierra sin hombres- quise encontrar ese refugio que en la memoria de los ferrolanos constituye un motivo de evidente orgullo. Y empecé por lo más remoto.

Exploré entre los muros del Castillo de San Felipe. Los más próximos a la ría muy desvencijados y deteriorados. Un cartel indicativo de su horario de apertura y algún panel relativo a algunas particularidades de su arquitectura es toda la información sobre el complejo histórico que se obtiene a la entrada. Pocos visitantes en un día soleado y de aguas serenas en la ría. En uno de los puntos más estrechos de la bocana casi se rozan los Castillos de San Felipe y La Palma. El lazo en la actualidad es visual pero en tiempos una gruesa cadena los unía, a conveniencia de la defensa de la ría, para  impedir el acceso al Puerto de Ferrol a flotas enemigas.





Cuesta poco esfuerzo, cerrando los ojos, asomarse desde los restos conservados de su hornabeque e imaginarse una dura batalla entre las naves inglesas y los artilleros españoles, hace más de cuatro siglos. Resuenan los cañonazos y se siente el fragor de las batallas que se reprodujeron siglos más tarde y que dieron pie a que el propio Napoleón, tras la Batalla de Brión, brindara "por los valientes ferrolanos". Militares y civiles -estos modestamente "armados" con utensilios de labranza- ofrecieron heroica resistencia ante más de quince mil soldados ingleses, desembarcados en la playa de Doniños. Lástima que no seamos capaces de conservar nuestro patrimonio como sí lo hacen ingleses y franceses y estoy convencido de que si esa fortaleza estuviera en los Estados Unidos de América, daría gloria verlo en perfecto estado de conservación y con su bandera en lo más alto.

Algunos de los muros internos de la fortificación se encuentran en perfecto estado y dan muestra de su inexpugnabilidad al contemplarlos desde el foso. El patio de armas conserva suficientemente la sobriedad de su arquitectura y ayuda a imaginarse y escuchar el incesante trajín de caballerías y carruajes a través del tunel de acceso, cuyo empedrado reluce como si no hubiera pasado el tiempo por él.


Este fugaz paseo por la historia, en solitario, podría dar mucho más de sí, pero me he propuesto asomarme al puerto exterior de Ferrol, obra reciente y que va a transformar el tráfico comercial en torno a esta comarca gallega. Desde San Felipe se alcanza mediante una coqueta carretera que circula sinuosa entre frondosos bosques de eucaliptos y castaños milenarios. El trayecto, en otras condiciones climatológicas, puede  llegar a sobrecoger al viajero cuando la espesa niebla de la ría se adueña de la propia carretera. Hace unos años en esas condiciones me encontré y acuden fácilmente a la mente tenebrosas leyendas de la Santa Compaña. En un claro del camino aparece la Capilla de San Cristóbal y su cruceiro correspondiente y más adelante los restos de lo que fue una batería de costa con el mismo nombre, del siglo XVIII y el mirador, desde el cual se domina, en un día claro, la entrada de la Ría de Ferrol y a lo lejos, al sur, la amplia entrada de la Ría de Ares.

Mucho han cambiado las comunicaciones desde mi salida de Ferrol. Y desde el Puerto exterior de Cabo Prioriño una rápida carretera enlaza en pocos minutos esta zona con el resto de la comarca y finalmente con la autopista a Coruña y Santiago.

Mi parada es más próxima. Tengo mesa reservada en la Cetárea de Cobas, muy próxima al Cabo Prior, pero antes pretendo alcanzar el faro y los imponentes acantilados."JAVI. QUE SEPAS QUE TODOS TE QUERÍAMOS. 8-10-2001" Esta leyenda figura en la placa existente en una cruz por encima de los cien metros sobre el nivel del mar.



Aparco. Visito la depuradora. Contollas, bueyes, langostas, bogavantes, nécoras....percebes. Hace treinta años, después de habernos merendado unos cuantos bichitos entre amigos y con la sensación de que no habíamos rematado la faena, preguntamos al camarero si podíamos comer algo más. Era verano, hacía una tarde de sol radiante y teníamos veintipocos años. El camarero, con sigilo y misterio nos llevó hasta la cocina y levantó un paño que tapaba un recipiente lleno de percebes.

- Hay unos dos kilos. Si los desean se los preparamos en unos minutos.
- No se hable más. Hágase! -contestamos al unísono. Y así fue.

Recordando aquel episodio, por supuesto que lo primero que hice fue preguntar si tenían percebes y me despaché muy a gusto mi buena ración, que por gramos, creo, no llegaba al kilito. El problema de comer solo es que no se pueden degustar más productos. Añadí a mi comanda un par de nécoras que llegaron lustrosas a la mesa. De buen tamaño y "moi cheas" las fui desmenuzando y comiendo poco a poco, al tiempo que saboreaba un albariño fresquito, contemplando, a través de la gran vidriera todo el inmenso mar que bate la playa de Cobas y los níveos espumajos de las olas que rompen a escasos metros de esta locura gastronómica. Escuchaba los lamentos de los bogavantes y langostas que preparaban para otros comensales pero no me atreví a traspasar la fina línea de la moderación y para no complicar el viaje con una segura pesadez estomacal me conformé con un discreto sargo al horno. Algo que no volveré a pedir en una cetárea, nunca máis.

Un típico café de pota me reconcilia con la vieja tradición de muchas de las casas de comidas gallegas. Sabor y aroma que nada tienen que ver con las pastillas y las cápsulas que te despachan en otros muchos locales.

Siguiente parada: Ermita de Santa Comba. Aparece la playa y la serena colina sobre la que se erige la ermita desde un pequeño balcón que limita la zona de aparcamiento. A través de unas ecológicas escaleras de madera se accede a la arena. Es una playa estrecha, alargada y que se borra completamente con la pleamar de tal manera que hace inaccesible, como si de una isla se tratara, la colina de la ermita.

Mi primera sorpresa se produce al intentar visitarla. Unos peldaños de piedra interrumpidos por un hueco y cinco metros más arriba el resto de la escalera de cuyos últimos escalones cuelgan dos maromas. Un trio de orientales -filipinos, creo- se cuelgan de las mismas y apoyando los pies en cortantes lascas de pizarra acceden al punto más alto. Soy mayor, tengo una edad, estoy solo, mi natural cautela desaconseja lanzarme a una aventura para lo cual mis patrones de acción, entre los tres, casi igualan mi masa corporal y peso. Me lo pienso y me lanzo. Me cuelgo la mochila e inicio el ascenso. Resulta mucho más sencillo de lo que aparenta. Por un estrecho sendero entre matorrales bajos llego hasta la ermita. No se puede acceder al interior y presenta un perfecto estado de conservación, en líneas generales. Me asomo a los confines de la colina y la panorámica vista justifica la excursión por sí sola. Para mas información: 

http://galiciadesendaensenda.blogspot.com.es/2013/05/santa-comba.html


En el camino de regreso a la playa me topo con algunas tejas de pizarra en el suelo, caídas por efecto de algún temporal y que en su día debieron formar parte de la cubierta de la propia ermita y tomo como recuerdo/reliquia.






El descenso por cuerdas hasta la playa parece algo más complicado pero se solventa con una buena dosis de calma, a pesar de que unos niños chapotean en una de las charcas que deja la bajamar y preferiría evitarles el desagradable espectáculo de una descalabradura gratuita.

El baño me proporciona un punto de serenidad y tonificación gracias a la refrescante temperatura del agua. Un intenso olor de fondo de mar inunda toda la playa e impregna la piel y el cabello.

El tercer paso de la peregrinación lo determina el testimonio de Inma Chacón, quien dijo haberse emocionado y conmovido al visitar el Cementerio de Cobas y visitar una pequeña tumba anónima cubierta de conchas. 


Una fría  y misteriosa brisa circula entre las tumbas y me acompaña durante mi visita al camposanto. Vista la tumba, considero que es un buen momento para abandonar el recinto y dejar de perturbar el eterno descanso de los allí enterrados... 

Va cayendo la tarde y decido culminar la jornada con una merienda/ cena en Doniños. Tengo tiempo para coger unas olas en su playa, dejarme arrastrar por ellas, como cuando tenía treinta años menos y salgo indemne pero con los bolsillos del bañador completamente llenos de  "arenas".... 

Tomo asiento en la terraza. Me atiende Alejandro el "Cholas" y con mimo me sugiere lo que voy a comer, un chipirón rebozado y un salpicón de pescado. Sublimes. De la bebida me encargo yo. Una gallega bien fría, una Estrella Galicia que con el sol que va resbalando por el infinito horizonte atlántico sabe a gloria bendita.




El círculo de la aventura entre piedras y leyendas lo cierro con la visita al Santuario de Nuestra Señora de las Angustias, en el ferrolano barrio de Esteiro. Su imagen, muy venerada en las procesiones de Semana Santa arrastra  una ancestral devoción entre sus parroquianos y también cobra un trascendental protagonismo en la novela de Chacón. Me siento junto al Párroco que asiste como un feligrés más  al rosario previo a la celebración de la Eucaristía. Asombrado por mi curiosidad, en voz bajita y amable y musitando las palabras se interesa por mi presencia y se ofrece a ilustrarme, en la escasa medida de sus posiblidades, sobre la imagen de la Virgen, por estar sustituyendo al Párroco titular. Le agradezco su atención y lo dejo con sus rezos que, estoy convencido, no caen en saco roto y que necesitamos mucho más de lo que nos creeemos en este absurdo mundo de odios y descerebrados.

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