lunes, 4 de noviembre de 2019

Basta ya!

Enfermo y anciano murió el general. Desde al menos los dos años anteriores a su fallecimiento, ni nuestra tierna bisoñez ni la cautela propia de las personas prudentes bajo cuyo cobijo moral crecíamos lograron que permaneciéramos ajenos a los rumores y chascarrillos que dominaban la opinión pública de aquellos tiempos. En el colegio traficábamos con todo tipo de augurios de lo que podía ocurrir cuando muriera el Jefe del Estado. Tromboflebitis y "estable dentro de la gravedad" eran las palabras que más sonaban en los telediarios aquellos días de verano del 74 y verano y otoño del 75. Las imágenes más repetidas eran las de un hombre enjuto paseando por los pasillos de un hospital, envuelto en un batín de seda y calzado con las zapatillas que vestían casi todos los pies de aquella España en blanco y negro. La crónica de todos los informativos de la televisión se repetía con identicos contenidos para finalizar con la manida expresión referida al parte firmado por el equipo medico habitual.

Todavía no nos había ni cambiado la voz ni asomado el bigote, vamos ni el acné había tomado plaza en nuestras pieles, cuando una tarde noche de noviembre la imagen del busto del entonces Presidente de Gobierno D. Carlos Arias Navarro, compungido y lloroso, anunciaba la muerte de Franco. Ni que decir tiene que el velo trágico de la imagen añadida a los apagados jipidos del Presidente, envolvían la noticia en una áspera y amarga tristeza. Tres días sin clase y pegados a aquellos monitores Telefunken de caja imitación madera y muchos rumores en los corrillos de los adultos y la incertidumbre absoluta sobre cómo iba a reaccionar aquella sociedad lastrada por un sistema político sin partidos ni opciones distintas de las impuestas desde la Jefatura del Estado.

Ninguno de los malos augurios se cumplió, afortunadamente y se produjo un relevo ejemplar en la Jefatura del Estado. Fue coronado Juan Carlos I, hubo elecciones en la que participaron todos los partidos políticos inscritos a raíz de la entrada en vigor de un Decreto-ley de febrero de 1977....hasta que logramos llegar a nuestra Constitución de 1978.

Desde un año antes ya éramos universitarios y por haber elegido la Licenciatura de Derecho, la conocimos, la analizamos y la chapamos desde un punto de vista crítico y comparativo con el entorno y con todos sus antecedentes propios e internacionales. Finalmente se sometió a un referendum en el cual no pudimos participar porque la mayoría de edad se alcanzaba en ese momento a los veintiún años. 

El tránsito de un régimen a otro supuso, para llegar a la entrada en vigor de la Constitución Española de 1978, renuncias y sacrificios de la generación anterior a a la nuestra para que se impusiera un clima de armonía y sana convivencia. No nos lo contaron, lo vivimos en nuestras propias carnes y de aquellos sacrificios dimos buena cuenta. Mi generación creció en un ambiente de austeridad, de respeto a nuestros mayores, de rigor en la formación, de responsabilidad ante los retos personales que cada cual adquiriera. Por supuesto que surgieron tensiones laborales, sociales, territoriales y no es menos cierto que había una elevada tasa de analfabetismo, de pobreza y de precariedad. Pero de todo ello fuimos saliendo, con alternancia en el poder de partidos de uno y otro color e ideología y pudimos mantener el  clima de respeto y la aproximación a la igualdad de oportunidades independientemente del género y procedencia.

Han pasado cuarenta años y desde hace un tiempo, algunos se han empeñado en volver a dividir, en separarnos entre buenos y malos dependiendo de la mano a la que caigamos unos u otros. Y han aparecido tensiones territoriales que llegan a niveles insoportables. Antes, esos males se trataban con una pomada local; se transferían fondos económicos y competencias y el enfermo progresaba adecuadamente. El enfermo ha crecido, inflamadas sus ansias de poder y sus anhelos territoriales, creyéndose distinto y por tanto con derecho a más que el resto de ciudadanos españoles, birlando la verdad a la historia común de todos, han inventado un personaje que interpretan a la perfección. Ruido, mucho ruido y odio, muchísimo odio al tiempo que claman por el diálogo levantando las manos como hipócrita exhibición de un pacifismo impostado mientras arden contenedores encendidos por niñatos encapuchados. Diálogo, sí. Reformas, sí. Pero en democracia el diálogo tiene su cauce, su procedimiento y su escenario: el Parlamento. Háblese allí lo que tenga que hablarse, pero sin odios, ni desprecios, ni chulerías, ni acusaciones, ni difamaciones, ni alteraciones de la verdad. Y propóngase allí lo que se quiera cambiar, debátanse cuantas ideas y modificaciones sean necesarias, pero bajo el respeto y con todo el rigor.

Resulta muy doloroso, a estas alturas de nuestra existencia, viniendo de donde venimos, ser testigo de la barbarie y de la exposición de argumentos respaldados exclusivamente por la barricada urbana, el fuego y la destrucción. Con lo que hemos pasado.

Basta ya!




1 comentario:

  1. Asís, en mi opinión, no lo podías haber expresado mejor y con más contundencia.
    Estoy contigo y con los Españoles de bien.
    Un abrazo.
    Caco.

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