lunes, 25 de noviembre de 2019

Autómatas

Regreso a casa el domingo por la noche, después de una pequeña ausencia. Vamos con prisa y volvemos con la ansiedad de recuperar enseguida la normalidad de horarios, sueños, comidas y resto de hábitos. Sin rutina nos perdemos en un marasmo incontenible, en una alegoría de la vida que poco o nada se parece a la realidad que vivimos día a día. Está bien, es cierto, pero al final, cuando pulsas el botón de tu piso en el ascensor y dejas caer tu espalda contra una de sus paredes, una sensación de bendito alivio te recorre el cuerpo.

Madrid es otro mundo. Quienes vivimos en provincias, nada más llegar, y en cuanto tomamos el metro desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad, advertimos que nos movemos en dimensiones muy dispares. No es el metro un inframundo pero sí merece un sinfín de reflexiones. Hemos aprendido a habitar en nuestra sociedad como seres independientes y socializamos a través de una minúscula pantallita. Autómatas en el movimiento, subiendo y bajando escaleras, caminando por enormes pasillos, tirando de maletas, con todo tipo de auriculares pegados a las orejas, pero todos sujetos a la pantallita y esquivándonos sin apenas rozarnos. Cada cual parece hábilmente programado -por su propia rutina- para alcanzar la línea, estación, vagón y asiento indicado. 

Me sorprende -qué le voy a hacer, soy así de paleto, tal vez- que nadie o muy pocos sean -seamos- capaces de mirar a los demás, de observar a los individuos que nos rodean y que viajan con nosotros. Puede resultar hasta divertido pero me parece muy inquietante comprobar el grado de aislamiento de cada pasajero respecto del entorno.

Jamás he sido yo muy inclinado a hablar por hablar ni a entablar conversaciones con desconocidos en trayectos de corta convivencia pero lo del metro es superior a mi capacidad de asombro. La supera cada vez que piso la capital. Lo que más.

Al final, acabo hundido en una profunda fosa de ensimismamiento, en una prolongada reflexión no excesivamente optimista del rumbo que llevamos hacia no sé muy bien dónde. Menos mal que, apeado del vagón, recobrada la superficie y alividado por el gélido viento que se impone en el exterior, en la calle, la vida recupera algo del sentido común, aunque sea una mísera parte de la normalidad.

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