lunes, 10 de julio de 2017

Llegamos a los cuarenta grados.

Vuelve el calor y desfallecen los ánimos. Cuando el termómetro supera los cuarenta grados, el fresco refugio de la orilla parece algo lejano pero es un placer, llegado el momento, apagar los ordenadores, la luz y el aparato del aire acondicionado del despacho y como si fuera sobre una alfombra de arena, llegar a la playa en menos de un cuarto de hora. Es así, palabra.

Los cristales polarizados, esa brisa, y la visión que me proporciona la última curva -espectacular panorámica- antes de aparcar el coche, me ratifican en el paraíso. Sí existe y vivo en él; en cada playa y en cada cala, muy a pesar de quienes nos lo tienen secuestrado. Puestos a disfrutar del verano, cuesta entender -será la edad- algo que sea más idílico que ese baño en turquesa y en agradable y fiel compañia. Nada que ver con el turismo hortera y de borrachera, guiris amorrados a un cubo inmundo de sangría peleona. Y sus broncas, sus peleas multitudinarias a pleno sol...¿merece realmente la pena llegar a agotar el número de plazas hoteleras con este ganado? ¿Vale todo? Se apea un tipejo de un vuelo y toma un taxi en bañador Borat que, según me indican, es como se denomina esta indumentaria. Y digo yo, ¿por qué no se le busca plaza de vuelta en el primer avión que despegue de Son San Juan, sea cual sea su destino?



Los encierros de San Fermín constituyen el primer gran hito sobre el que se va vertebrando el veraneo. Es una tradición de la que he perdido la referencia sobre cuándo fue la primera vez que me planté frente al televisor para presenciar las carreras de mozos, toros y cabestros. Con esta fiesta se inicia el verano pero tambien empieza a desvanecerse. Llegará septiembre y recordaremos estos días de luz y sal marina hasta más alla de las nueve de la noche.

Ha sido un fin de semana, entre otras cosas,  de asistencia sanitaria. Nada grave, pero un ingreso hospitalario, a poco que uno se fije, aporta un plus de conocimiento de cómo se encuentra el entorno social en el que nos desenvolvemos. El personal sanitario (desde el médico hasta el personal de limpieza) impecable y profesional; atento en el trato y sensible en el dolor ajeno. Como no podría ser de otra manera -no se espera otra cosa- pero hay que decirlo. Las esperas en salas, pasillos y habitaciones obligan a la reflexión y la conclusiòn final es que somos unos afortunados hasta en el momento de la enfermedad. Cuando la salud se quiebra, aunque sea levemente, es una suerte contar con la asistencia de buenos profesionales y de centros adecuados y modernos. Gracias, gracias, gracias...

Superado el pico térmico de los cuarenta grados del viernes, el domingo nos proporciona una dulce tregua y nos reunimos en torno a una buena mesa. La orilla  muere bajo nuestros pies y la brisa del Puerto de Andratx se encarga de mantener la conversación en un ambiente fresco y relajado. Adultos y niños en sintonía gastronómica para rematar la tarde, todos juntos, alrededor de la piscina: baños y persecuciones. Alegre y contagiosa risa infantil. El valor de la familia. Sin líos, afortunadamente. Qué suerte.



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