Estábamos como cada domingo en la cocina, la pieza de la casa que en cualquier época del año se convierte en punto de encuentro habitual. Según se va llegando, un tirón a la puerta de la nevera y sale un botellín. Al mediodía, al tiempo que se fríen las croquetas o se cuece la pasta de los niños, que van y vienen, los mayores echamos unas cervezas alrededor de un timbal de papas fritas o de aceitunas o de lo que sea que haya ese día...
Firme, seria, muy entera, lo disparas como si nos estuvieras contando el menú del día anterior: "tengo un bultito....y es malo. Mañana me tengo que hacer unas pruebas para comprobar el grado de extensión..."
Yo estaba sentado frente a ti, que permanecías de pie, con un puñado de patatas fritas en la mano y una que se me quedó a medio camino, entre aquel puñado y mi boca, mientras me colapsaba escuchándote, como lo hicimos el resto de los allí presentes. Me sentí muy pequeño a tu lado, insignificante, dudando entre acabar el gesto y comerme aquella miserable patata frita o salir corriendo hasta la piscina y tirarme para, paradójicamente, desahogarme sin que se me notase, bajo el agua, o lanzarme a tus brazos y apretarte contra mí y besar tu entereza y valentía. No supe muy bien qué hacer y comencé una tonta e inútil perorata sobre el dictamen de esa enfermedad, que si un tren en marcha dentro de un túnel, que si una ventana abierta mucho o poco, que si una mota de hollín que cae sobre un pasajero aleatoriamente y que si te toca a ti y no a otro pasajero, que si tal....
No me considero ni apto ni cualificado ni legitimado para hablar mucho o nada de esta enfermedad. Sí creo que la proximidad del caso, familiar o amigo, nos hace más sensibles ante su presencia y lo vemos mucho más terrible y cruel que cuando hablamos de un tercero. Y al final, a pesar de nuestros mejores deseos, nuestro ánimo, apoyo y consideración el/la que lo pasa, lo hace en soledad, a título individual: él/ella frente a su diagnóstico.
Llega el lunes y los resultados son, parecen ser, los mejores que puedan darse y aunque el tratamiento será duro y pesado lo contemplarás y lo contemplaremos nosotros de otra manera, con más optimismo, sí, pero estarás solita frente a tu diagnóstico, abrasada por medicinas y no sé muy bien cuantas perrerías, poniéndole buena cara a la vida que parecía querer poner trabas caprichosamente, como una maldita mota de hollín, ¿por que a mí?
Contigo estaremos ahí. De entrada, como cada domingo, en torno al timbal de papas fritas en la cocina de la abuela, con los botellines, esperando que la recuperación vaya por el buen camino, que los niños sigan corriendo, jugando al escondite y bañándose en la piscina; tirándose una y otra vez, hasta que amoratados y ateridos por su sensación de frío, a última hora de la tarde volvamos cada mochuelo a nuestro olivo y contando días para que acabe el tratamiento. Estaremos ahí -no tengas dudas- cuando nos digas si podemos tal o podemos cual.
Eres valiente y fuerte en idéntica proporción a tu generosidad y de eso te gastas un largo rato. Siempre lo fuiste. Recuerdo tu primera tarde en la Cabaneta, hace ya unos cuantos años. Llegaste a media tarde de un domingo con unas chocolatinas o unas galletas para todos. Todavía no había nietas y solíamos jugar unas partidas del continental (ferrocarril). Y a partir de ahí, siempre una buena palabra, siempre un detalle, un aroma, una sonrisa limpia.
Ese valor mostrado en el momento de comunicarnos ..."tengo, bueno, tenemos, -mirando a tu marido con un punto de complicidad que es otro rasgo de generosidad- una mala noticia, bueno..."
Me inquieta llegar al momento de volver a mirarte a los ojos y no transmitir un temor que tú no tienes -eres valiente ya te digo- y que yo no tengo derecho a mostrar.
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