lunes, 12 de junio de 2017

Aquella vieja Banca



El álbum familiar del Popular debe contener algunas imágenes en blanco y negro impregnadas de la historia de la vieja banca, de su día a día, de cualquiera de sus antiguas sucursales. Nada que ver con la realidad actual,  alejada ya de grandes vestíbulos de techos altos, gruesas columnas, butacones de terciopelo y el permanente soniquete de aquellas otras viejas olivettis repicando como si fuera el hilo musical.


Los mostradores, entonces,  eran altos, de mármol y coronados por robustas vitrinas de maderas nobles, donde no faltaba un bolígrafo con forma de plumilla y sujeto, con una cadena de bolitas, a una peana fija. Al otro lado de la ventanilla, la figura del cajero y tras él, unos mesas atiborradas de montañas de papeles, archivadores, talonarios viejos, ceniceros (se fumaba), mesitas auxiliares y los carritos involca de ruedas pequeñas que soportaban el peso de las máquinas de escribir. Tiempos de papel carbón pelikan y corrector korex;  copias, muchas copias, sextuplicado ejemplar.


(Fotografia publicada recientemente en El Mundo)


Una mañana, la primera vez que recuerdo haber entrado en un banco, acompañé a mi padre a una antigua sucursal de la Vía Layetana de Barcelona. Antes de entrar, jugando con mi ingenuidad, me aseguró que iba a convertir un pedacito de papel en muchos billetes verdes, pero previamente tenía que hablar con un señor que había tras un cristal. Incrédulo pude comprobar la familiaridad con la que mi padre saludaba a los bancarios que allí trabajaban y que le saludaban muy sonrientes y afectuosos. Mi padre -Don Luis- se acercó a la ventanilla, fue atendido por el cajero y, efectivamente, al girarse hacia mí, me mostró un montón de billetes verdes de mil pesetas y me guiñó un ojo. Cuánto dinero, papá!!!

Sorprendido por la eficacia de la gestión, yo, que me había sentado en uno de los butacones de skay verde (o rojo, o granate, de tanto no me acuerdo) recogí todos los impresos que previamente había rellenado con importes de muchas cifras, cogí la mano de mi padre y dejamos juntos la sucursal. Él, con su dinero y yo, con mis impresos para sellar debidamente en cuanto regresáramos a su despacho de la misma Via Layetana. Con el tiempo, visitas como aquella fueron haciéndose frecuentes. Aprendí el truco y llegué a saber que el papelito que se transformaba en billetes se llamaba talón bancario y que incluso, en ocasiones, obtenía un reintegro con un talón de ventanilla y finalmente, que allí no había milagro. El importe de aquellas operaciones salía de una cuenta bancaria en la que él tenía ingresado su dinero.

No recuerdo en qué momento empezo a diluirse aquel modelo de banco. Sí que me fascinó, por tratarse del momento histórico en que se produjo, el plano de intrigas de los siete grandes Bancos/Banqueros de la Transición, recogidos en una serie de libros que devoré a instancias de mi padre. Especialmente, uno de ellos, que narraba la vida y muerte de uno de aquellos banqueros de talla XL: Pedro Toledo.

En la actualidad no pisamos con frecuencia una entidad bancaria. Yo tengo la mía, por supuesto y en caso de necesidad sé muy bien que mi amiga Ana A. me tratará con su habitual simpatía y, como mi padre, saldré muy satisfecho con uno montón de euros que no me alcanzarán más alla de esa tarde o dos días, a lo sumo. Pero esto no es culpa de Ana A. ni del banco, ni de lo poco que me piden mis hijas para sus gastos y compromisos. Es, simplemente, que la vida ha cambiado mucho y se ha puesto muy cara.

Pero bueno, intrigas, aventuras, órdagos y venganzas aparte, ni con todos mis euros habría podido comprar el Popular.


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