lunes, 5 de septiembre de 2016

El drama de todos los años

Estuve disfrutando de unas cortas vacaciones, por imperativo familiar, en unas fechas en las que no suelo ausentarme de mi puesto de trabajo más allá de uno o dos días y, por supuesto, los fines de semana. No me gusta desperdiciar días de mi crédito vacacional para quedarme en casa (por extensión, Mallorca). Al fin y al cabo el horario de mi jornada laboral me permite disfrutar del verano con igual o mayor intensidad de quien lo hace desplazándose desde su lejano punto de origen. En realidad no me cuesta nada madrugar -ni siquiera en fin de semana, aunque quisiera- y si por motivo de cena u otro festival tengo que acostarme un poco más tarde de lo habitual, bien me consuela una buena hamaca junto a la orilla con libro (La transición perpetua, de Luis del Val, me ha ocupado gratísimamente estos días) y adecuada música en los auriculares, dejándome llevar por el aleatorio ritmo que imponga el mp3 (mi ipod sigue en la UVI, después de haber hecho un lavado completo en la lavadora y lo mantengo cubierto por una espesa capa de arroz, esperando un milagro. En el peor de los casos, prometo hacer un cremoso de Mick Jagger, de Steely Dan o de Dire Straist con ese arroz. Será muy musical. Ya veremos.

Me declaro en rebeldía. Rebeldía a tener que guardar el traje de baño, la toalla de la playa y las txuclinas  en el fondo de un armario con el resto de prendas de uso exclusivo en verano (Mis queridos mallorquines, Jaime B. dixit). Rebeldía a la renuncia de planificar la tarde siempre después de las ocho, cuando impelidos por el horario laboral del personal del club, hay que sacar el coche del recinto playero. Rebeldía ante el imprescindible gesto de desclavar el pincho de la sombrilla junto a la orilla del mar y plegar las tumbonas que han soportado nuestro peso y tantas horas de fantasía y ensoñación. Rebeldía a tener que renunciar a ese último baño de la tarde que pilla al cuerpo en ese medio camino que va desde la indolencia de la ausencia de obligaciones y el reto emprendedor de buscar emociones extras para el resto de la tarde y la noche. Rebeldía a dejar sin tirar esa cañita del mediodía, entre baño y baño que levanta el ánimo y conduce a la exaltación de la amistad. Rebeldía a la despedida del residente eventual, compañero de fatiguillas en la juventud, vecino de hamaca o tumbona, compinche, en la actualidad, del descubrimiento de nuevos horizontes gastronómicos y en definitiva, padres como nosotros de gente ya no tan menuda que empieza a tener edad de hacer sus propios planes y buscar sus propios entretenimientos, no relacionados, precisamente, con el juego que dan cubos, palas y rastrillos. Rebeldía a la hora de asumir que la gente -los amigos- llegan y se van sucesivamente y queda, con cada despedida, un poso de cierta nostalgia, una resignación esperanzadora de volver a compartir buenos momentos el verano que viene, dejando pasar, mientras tanto un silencioso año, alterado -en el mejor de los casos- con un cruce de guasaps en determinadas fechas señaladas. Peor es nada.

Rebeldía al abandonar la playa cada día, sospechando que tal vez sea la última jornada disfrutada plenamente, en la irresponsable actitud que proporciona la ausencia de un  deber exigente. Rebeldía solidaria de quienes -los escolares- han iniciado la cuenta atrás de los días que les faltan para volver a colocarse el pantalón o la falda plisada, llenar la mochila y tomar el camino del cole. Y así ya todos los días hasta el mes de junio.

Pero sobre todas las cosas, rebeldía a tener que seguir soportando la actitud de esa clase política que como desechos de tienta nos va a seguir tocando la mala suerte de lidiar, dándoles pases aquí y allá, pasando ese intragable bocado de un carrillo al otro hasta hacer una bola indigerible.

Acabarán disparando al pianista que al fin y al cabo es el único que tiene acreditado su titulación de conservatorio. Los otros candidatos está por ver si han acabado algún cursillo de verano tipo CCC y cuando se sienten junto al teclado serán incapaces de sacarle una nota al viejo piano. Eso sí, el ruido está garantizado. Y en estos momentos tan intrascendentes para el país, seguiremos frivolizando con la gracia de ir a votar el día de Navidad. Jas, jas, jas, o sssea.

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