Los Rolling Stones acabarán muy probablemente en el infierno pero su condena consistirá en subir cada día al Cielo a trabajar, a hacer bolos y giras de conciertos y entretener a las almas buenas de la gente que se ganó la eternidad en paz y alegría con Dios. (Para un buen bético, la eternidad será un bucle permanente de la noche del pasado sábado, desde la actuación de Alaska -el primer gol de la final- hasta el alzamiento de copa por parte del jovencito Joaquín. Mi enhorabuena.)
Martín Scorsese acompañará a los Rolling para asegurar que todo se desarrolla con normalidad y llevará consigo a toda la fila cero de su brillantísimo espectáculo de Nueva York que grabó para la película Shine a Light en 2006. En el foso del escenario no pocas rubias y no menos morenas jaleaban extasiadas a esos ancianos de ritmos satánicos como tal vez no lo harían con grupos más próximos a su edad pero sin la vitalidad, en cualquier caso, del poseído Jagger. Eléctrico, espídico, enfático, se agitaba sobre el escenario como el rabo recién desprendido de una lagartija. Desde abajo, desde ese foso, resultaría difícil por no decir imposible mantener los pies pegados al suelo, los brazos junto a las caderas quietas y el pelo sin alborotar. Se sucedían las canciones, los viejos éxitos de una banda que han alcanzado y superado los setenta años. Todos menos uno, menos el bueno (o el menos malo) de Charlie Watts, el anárquico batería que solo quería tocar en una banda de jazz.
Todavía no he entrado en el taller mecánico pero sí empiezo mi especial cuarentena. En menos de diez días me someteré a una nueva parada en box (ojo, no confundamos el var con el bar, por el momento). Mi hombro derecho ha dicho basta, hecho añicos el tendón del supraespinoso. Las muchas horas de tenis (y los años) han agudizado antiguas lesiones, cronificadas silenciosa y cobardemente, y salvo que desoyendo las recomendaciones amigas (gracias Toni C. y Rafa FB) decida pasar palabra, si en algún punto de mi próximo horizonte contemplo la posibilidad de regresar a la arcilla, la estación intermodal de ese destino está en el quirófano. Así es y muy convencido y esperanzado, me someto a la habilidad del médico-amigo.
Lo peor, en cualquier caso, no es la operación en si (creo). Lo malo está en las semanas en las que deberé aprender a vivir con mi brazo dominante sujeto y encabestrillado, si se me permite el palabro. Lavarse, vestirse, trastear en la cocina...la más sencilla de las rutinas se van a transformar en un duro reto personal. Es el momento de ratificar que, al final, no hay nada más valioso que la salud. Gracias a Dios esto es un baño con espuma y masaje comparado con los sufrimientos y carencias de tantas personas.
Me quedaré sentado a las puertas del quirófano, escuchando, cómo no, a mis viejos satánicos stones. ....Start me up
Pues dile a Rafa Nadal que te instruya con el brazo izquierdo.
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