El más grande de todos los tiempos (y yo así lo consideraré hasta que se demuestre lo contrario) se ha roto y "triste y hundido" ha tenido que hacer un alto en su camino. Toca recuperarse, sufrir para intentar curar esa lesión en la costilla lo antes y mejor posible y tal vez, solo tal vez, empezar a asumir que aunque su privilegiada cabeza y pundonor le permitiera competir (y ganar) a altísimo nivel, el resto del cuerpo está ya muy castigado.
A los treinta y cinco años, para mantener el nivel de golpeo de la bola, la resistencia de intensidad en los movimientos de las piernas y el nivel de exigencias al que están sometidas todas las articulaciones del cuerpo en la práctica del tenis, hay que estar muy bien entrenado. Y las horas de entrenamiento también suman y el rendimiento físico, incluso en deportistas que se cuidan como si tuvieran veinte años, instala señales de alarma cuando se pasan ciertos límites al alcanzar una edad muy por encima de la media del resto de jugadores de la ATP.
La Next Gen no acaba nunca de llegar. Vemos que de vez en cuando surge un nuevo brote, cada vez más alto y espigado, en general con buena adaptación a casi todas las superficies y con golpes cada vez más planos y veloces. El tenis está en permanente evolución y cada vez se ven menos jugadores dotados de una muñeca virtuosa capaz de hacer de ese deporte una exhibición de destreza, de técnica y de bonita armonía en la red. Cómo no recordar a Orantes, a Noah, a Nastase....!
Hace unas semanas se jugó el primer tie-break de la pugna generacional más creíble, hoy por hoy, del circuito. En las semifinales de Indian Wells jugaron un trepidante partido Rafa Nadal y Carlos Alcaraz: casi dobla en edad el primero al segundo y sin embargo en la pista no hay galones por antigüedad. Ganó Nadal pero no sin dificultades y el precio ha sido muy costoso. Espero disfrutar de más partidos como aquel entre estos dos extremos de la carrera profesional de un tenista: el que arranca con brillo propio y el que bruñe con insistencia su brillantísimo e inigualable palmarés intentando añadir nuevos trofeos, nuevos "bocados".
El dolor en cualquier mortal es signo de enfermedad. En el deportista es, además, una alarma sonora, un aviso. Lo sé muy bien porque toda la vida he practicado deporte y atesoro un atiborrado historial de resonancias, radiografías, analíticas, exploraciones, etc. La mayoría de ellas normalmente fueron leves pero algunas, las más recientes, han vinculado la lesión a la fecha que figura en mi partida de nacimiento y no duele igual a los veinte que más allá de los sesenta. Es más, las de este último tipo invitan a una seria reflexión. No me arrastraré por una pista de tenis ni para pasar el rato, pero este deporte me tiene muy envenenado y no me conformo con seguirlo por televisión. Sé que llegaré a esa bola y correré para lograr el punto aunque no me vaya más honor que la satisfacción personal de haberlo intentado. Y aunque luego, claro, duela.
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