lunes, 11 de abril de 2022

No parece que hayan pasado tantos años

Lejos todavía del final de curso, en el estrecho tránsito de los setenta a los ochenta, cuando llegaban la Semana Santa y los días para poder disfrutar, con mayor desinhibición, del descanso del guerrero-estudiante solíamos dejarnos llevar por los torrentes nocturnos de la farra. Lo que resultaba exigente en ese escenario era sacar el máximo provecho a esas largas noches entre semana. Y claro,  llegaba el fin de semana y nos pillaba muy bien entrenados: lo dábamos todo.

Barcelona era entonces jovial, divertida, variada. Moderna y luminosa, desde el diseño más vanguardista a lo más cañí de su Barceloneta preolímpica atiborrada de tugurios y tablaos. Lo que se conoce como una ciudad muy abierta y cosmopolita. Los locales de copas del ensanche y de su zona alta eran exposiciones permanentes de jóvenes (y no tan jóvenes) talentos del diseño y de la modernidad. Al final ni el decorado ni el diseño de las barras, ni siquiera el abuso audiovisual de pantallas y los videos musicales más célebres nos deslumbraba y nosotros íbamos a lo nuestro, a la sonrisa de la camarera y a la fantasía que ascendía por su silueta junto a nuestra mirada mucho más allá de lo que hoy resulta "políticamente correcto".

Cambiábamos de calles, de barrio, de zonas de copeo varias veces cada noche. Desde la primera caña sentaditos en el Tejada por el puro placer de la conversación hasta el disloque total a la salida del último after con las gafas de sol caladas en las cuencas de los ojos y algún botón desabrochado de más. 

El desplazamiento desde un abrevadero al siguiente no suponía problema alguno ni para el tránsito ni para el aparcamiento. Como he dicho, Barcelona era entonces una ciudad amable y las señales de tráfico, excepto los semáforos y pocas más, dormían por la noche. Las aceras se poblaban de coches aparcados sobre ellas, dos ruedas y las cuatro en ocasiones, o se estacionaban en dobles filas, o triples cuando la anchura de la calle lo permitía y no pasaba nada. El exterior de los bares estaban concurridísimos, pura fiesta y jolgorio arrebatado por una juventud con la única misión de pasarlo bien.

Luego, ya en las discotecas, la fiesta tomaba otro aire: las distancias se acortaban y el compromiso se hacía más firme. Los vasos de tubo con dos grandes piezas de hielo y el burbujeo del refresco que se diluía en el ron o en la ginebra o en el whisky facilitaban la fluidez de las últimas conversaciones, las de una madrugaba que palpitaba al ritmo de viejos clásicos que ahora nos traen todos esos recuerdos.

Auriculares a tope y a disfrutar

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