lunes, 31 de enero de 2022

El amor para toda a vida ya no existe (o apenas)

Con todo mi respeto y afecto. 

Lo han publicado muchos de los digitales y, por supuesto, la prensa del ramo. Y además, sesudos y avezados columnistas, desprovistos de rebozo alguno, han querido aportar, como un particular ingrediente en una receta popular, su propio criterio: la Infanta Cristina llora su ruptura matrimonial.

La mayor parte de las opiniones y el acerbo popular -el espíritu identitario de los españoles nos desnuda en situaciones de este tipo- claman venganza. Desean que, de repente, la Infanta recupere toda la memoria extraviada en los pliegues de un amor que ya ha marchitado y empiece a largar por la regia boquita todo aquello que silenció durante el magno juicio de Palma de hace unos años. Eso sería, sin duda, actuar por despecho y si entonces la criticaban por anteponer su ¿amor? a la defensa de la honorabilidad de la Institución, creo que ahora, pese al dolor y tristeza sentimental, ella seguirá siendo leal a sí misma para no permitir agravar el emponzoñamiento de la Casa Real, precisamente en un momento histórico nefasto en el que cada mañana, nada más levantar las persianas de Palacio no hay mas importante misión que defenderse de los continuos ataques a los que, incluso desde "fuego amigo" de quien debiera protegerla, está permanentemente asediada.

Nada tiene de especial, desde el punto de vista afectivo, que un matrimonio -hoy en día- se disuelva. El amor para toda la vida, parece, ya no existe. O apenas. O no está de moda, no es cool. En las generaciones anteriores a las nuestras, la de nuestros padres y antes de ellos, la de nuestros abuelos, también se producían rupturas pero el rigor y la responsabilidad con la que adquirían el compromiso parece que era mayor. Y el peso social, por supuesto, y la pose, también. Nada digamos de las próximas generaciones y opinar al respecto sería como entrar a saco a chapotear en un gran charco y por tanto prefiero abstenerme.

He contemplado, como fiel y leal amigo, la separación de parejas muy próximas y sigo reflexionando, conociendo muy bien a los afectados, en qué momento se decide uno a romper o dar por roto el vínculo afectivo, cuándo te das cuenta de que el barco tiene una vía de agua que lo llevará indefectiblemente al fondo del mar y no hay nada ya que se pueda hacer. ¿Es el amor, es el compromiso, es la responsabilidad, es el tedio, es la aparición de un tercer o tercera agente, es la falta de complicidad o es acaso que desde el primer momento se adoptó una decisión sin la suficiente consistencia? Pues depende de cada caso, creo yo. De lo que sí estoy absolutamente convencido es de que cada día, (cada hora, cada minuto) hay que luchar, estar dispuesto a sacrificarse, renunciar para compartir, anteponer lo común a lo particular, ceder al fin y al cabo para seguir el mismo camino.

No tengo ni idea, como el resto de los ciudadanos, sobre cuánto de todo eso ha marcado la relación  Urdangarín-Borbón y por tanto no tengo muy claro quién puso más en la balanza. Me preocupa lo justo, también lo digo.

Me gusta el chocolate negro desde que tengo uso de razón, el tenis (verlo y jugarlo), bañarme en un mar frío de diciembre (razonablemente frío, claro), esquiar, el fútbol, el barça (con minúsculas por tantas razones) pero por encima de todo me obliga la lealtad y me exijo a mí mismo la responsabilidad de seguir asumiendo, como ley, el compromiso de mi matrimonio y mirar a los ojos de mi pareja (término este que expreso con absoluta exención del tono frívolo habitual que por sí solo denota provisionalidad) para ratificar, cada día, mi amor para toda la vida, como el de mis padres, como el de mis abuelos, como el de tantos amigos y conocidos (cada uno de su padre y de su madre, de su orientación política, convicción religiosa, filiación sexual, formación cultural, etc) mientras dure, mientras no sea una condena y mientras tengan sentido el compromiso y el sacrificio en idéntica y recíproca tensión y, por supuesto,  la renuncia a cuanto pueda perjudicarlo.

Lo dice la canción

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