Corrían los felices ochenta y, al menos en mi memoria, Madrid, siempre Madrid, era eje y foco de la vida nocturna, la de los bares de copas (de Sabina) y la de los niños bien de Serrano; camiseta de Amarras y náuticos Pielsa en los pies. Contrariando a la canción, por entonces casi todas aquellas niñas todavía querían ser princesas y los jóvenes, yo lo era, aún no perseguíamos el mar en un vaso de ginebra. No al menos en aquel barrio madrileño de Salamanca aunque sí, seguramente, en otros. (¿Malasaña, Pedro GS?).Yo llegaba a Madrid con suficiente mar en mi equipamiento de serie como para buscar otras cosas en el fondo de los vasos y de los botellines. Éramos jóvenes atribulados entre la necesidad de aprobar una oposición y la devoción de pasárnoslo bien y nos gustaba trastear por el bulevar de Juan Bravo, entre El Callejón y el Keeper (María C), pero no pretendíamos romper un molde de estilo que con tanto esfuerzo habían fabricado nuestros padres y que a punto estaba de empezar a dar sus resultados. No salíamos a desfasarnos, ni entonces se compartía el botellón. Soñábamos despiertos, a un cielo abierto sin estrellas en Madrid, con aprobar esa oposición y luego, tal vez en la siguiente meta de futuro, compartir, por ejemplo, un despacho en el Windsor (que luego se quemó ardiendo con él tantos de nuestros sueños). No queríamos, eso es cierto, vivir al límite y en la noche madrileña -solo una a la semana- la del viernes o la del sábado, entrábamos y salíamos de aquellos locales de la movida pija madrileña. Barras atendidas por chicas guapas con una bonita sonrisa en sus labios y una botella de bacardí siempre en la mano. (barras de bar, vertederos de amor, cantaba Manolo García en un opuesto barrio mediterráneo y barcelonés)
Para comer o cenar éramos más bien modestos (o no tanto) y nos dejábamos un puñado de duros en ricas tapas y raciones en bares y tabernas (Charlot, Peláez, Jurucha, O Caldiño...) y, si la ocasión lo merecía, comíamos o cenábamos en el Tatagglia, L'Entrecotte, El Espejo, el Qüenco y un largo etc... También había ocasiones en que merced al horario del trasnoche, cuando la madrugada madrileña nos empujaba al Joy Eslava o nos pillaba regresando de Oh Madrid, resumíamos la manutención en un desayuno-comida-cena en el Vips de Serrano (su arroz a la cubana y los escalopines a la pimienta verde, acompañados por una heineken bien fría eran excelentes recuperadores tónicos).
Ya por entonces me gustaba la cocina y había caído en mis manos algún ejemplar del Sobremesa (revista a la que estaba suscrito mi padre). Especializada en alta gastronomía y en crítica adecuada se refería a laureados restaurantes y, entre otros, había leído algún artículo sobre Zalacaín. Su excelencia gastronómica debió servir para cerrar suculentos negocios, fusiones bancarias y apaños políticos, familiares y amorosos de alto standing y de lo más variado. Estaba, por su carta de precios, muy alejado de nuestras aspiraciones y simplemente su nombre substanciaba los mismos sueños en los que se retenían nuestras remotas posibilidades de ocupar, algún día, un despacho en el Windsor.
Con los pies en la tierra, ni entonces ni últimamente he ansiado jugar con las migas de pan sobre alguno de sus manteles pero un fugaz paseo por su página web (todavía disponible) y un poquito de imaginación le da cuerpo a la memoria de nuestra tan denostada ahora Transición. Mucho debieron aportar esos manteles madrileños a una historia que se nos está esfumando poquito a poco. Que algunos celebren el cierre les hace pasar directamente a la nómina de personajes indeseables y prescindibles de nuestra nefasta actualidad política ¿no les importa ni siquiera los puestos de trabajo que se pierden? Villanos que luego pretenderán lavar su caquita pidiendo perdón.
Nosotros, en cualquier caso, inalcanzable Zalacaín, éramos más de compartir la mesa corrida de Malacatín y tratar de acabar su cocido madrileño. Pero eso es otra historia....
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