A las jóvenes generaciones les va a parecer que España nació con un oro debajo del brazo, en lo que a deporte internacional se refiere. Pues no.
De la España del NO-DO y del pan con chocolate para merendar me quedo, entre otras cosas, con aquellas tardes de verano, sentado frente al telefunken (en blanco y negro) viendo las retransmisiones en directo de las eliminatorias de Copa Davis entre España y E.E.U.U, desde el RCT Barcelona y con la voz de fondo del gran locutor especialista de aquello, Juan José Castillo (entró, entró, la bola entró). El recorrido de Santana primero, y de Gimeno después, empezó a abrir una brecha exitosa en el tenis, para que surgieran más tarde otros jugadores que también lograron títulos internacionales: Orantes, Gisbert, Higueras, etc...
En el despertar de nuestro orgullo patrio en el ámbito deportivo, tuvo mucha más relevancia el éxito individual que el de equipo. A los que nos mordíamos las uñas en cada bolea de Orantes o en cada curva de la Derby de Ángel Nieto, nos llegaba la recompensa patriótica cuando, al final, veíamos ondear la bandera española en lo más alto al tiempo que sonaba nuestro himno nacional. O era allí o lo era en los desfiles militares y, en cualquier caso, en ambos escenarios sentía yo un pellizco de orgullo y satisfacción.
En el gran escenario de los Juegos Olímpicos de Barcelona llegó a consagrarse el excelente momento del deporte en España y para llegar hasta ahí, el camino fue casi exclusivamente jalonado por el esfuerzo y sacrificio de muchos deportistas y atletas en disciplinas individuales que se batieron el cobre contra viento y marea y cuyos nombres, apagados los focos que iluminaron sus entorchados, perecieron en el más ignominioso de los olvidos difuminándose su nombre y su gesta, para nuestra vergüenza y sonrojo.
Uno de ellos fue Jordi Llopart y en una disciplina por la cual -según él mismo denunciaba- recibía, en sus maratonianas jornadas de entrenamiento desde El Prat hasta el Maresme, todo tipo de insultos y vejaciones: la marcha. Hasta que de manera sorprendente ganó la primera medalla olímpica del atletismo español en unos Juegos Olímpicos (Moscú 1980). Solo a partir de ese momento le fue reconocida su meritoria dedicación de currante del asfalto. Vendrían luego otros éxitos pero cometió el error fatal de dedicar a España su medalla de oro en un campeonato de Europa. Eso, según donde uno haya nacido, puede resultar letal. En su caso lo fue y nunca más volvió a ser profeta en su tierra y acabó condenado al olvido de las instituciones y gobernantes de su Cataluña natal. Una mísera pensión y la indigencia marcaron sus últimos años de vida. Descanse en paz.
A los chiquitos del colacao, criados en el confort del albornoz, la calefacción y las zapatillas de alto rendimiento y que se han acostumbrado a ver como otros deportistas individuales (Nadal, máximo exponente) y casi todas nuestras selecciones en la mayoría de las disciplinas (fútbol, baloncesto, balonmano, hockey, waterpolo, etc,.) se subían a lo más alto del pódium mientras sonaba nuestro himno, les diría que no, que España no nació con el oro debajo del brazo.
En el esfuerzo, en el sacrificio y en las horas de dedicación de muchos deportistas de la generación de Llopart y solo una vez cumplidas las obligaciones laborales o de formación, brilló el deporte individual español entre la dificultad y la necesidad. Tal vez por eso fueron tan fuertes.
Y eso no solo en el deporte. Antes sufríamos mejor.
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