lunes, 30 de noviembre de 2020

Indignación y desamparo

Hasta hace muy poquito unos ponían las bombas y el plomo en la nuca (o aplaudían y festejaban ambas cosas) y nosotros poníamos los muertos. Ahora destierran el castellano en las escuelas y  trapichean y firman nuestros presupuestos. Nosotros ponemos los niños (los hijos son nuestros) y otros les inyectan su ideología. Y hay más, un agravio continuado. ¿Cabe mayor humillación?

Llevamos meses traspasando líneas rojas. Al principio eran muy finas, apenas empezaba a vislumbrarse el constante derrape en cada curva y solo unos cuantos -pesimistas y apocalípticos nos llamaban- veíamos en aquellos abrazos y congas envueltas en humo azul un incierto futuro y una inmensa inquietud. Aquel futuro es hoy, ya ha llegado y lo estamos padeciendo, es un presente continuo que ni da tregua ni  transmite una pizca de serenidad, porque parecen empeñarse en hacernos vivir en una angustia permanente que nos haga estar convencidos de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Cada día, un pasito, una dolorosa vuelta de rosca. Todo proyectado para aniquilar todos aquellos valores con los que crecimos y nos hicimos hombres (y mujeres, claro). Aquellas virtudes que nos inculcaron nuestros padres y que, gracias a Dios, hemos logrado transmitir, algunos, a nuestros hijos. En su patrimonio moral habitan pero otra cosa es que, en su momento, antes de llegar a ser unos replicantes, sean capaces de legar a nuestros nietos, cuando sean ellos quienes residan en la jungla en que se está convirtiendo nuestra sociedad.

El esfuerzo titánico que pongamos en ello lo barrerá de un plumazo el denso aire que  ya respiramos (atmósfera Blade Runner). Los cobardes criminales se liberaron de sus capuchas y bajan de los montes que los resguardaban de la Ley y del Orden y han bajado a las praderas para educarnos en la democracia. Manda cojones. Y en los nuevos valores; los suyos claro está, los "vale todo", los "lo quiero, lo tengo", los "no piensas como yo, eres un fascista".

Proyectados por sí mismos para una legislatura permanente, si llegara el momento de rectificar todas las tropelías y sus devastadores consecuencias, nadie sabrá muy bien por donde empezar.


Y así hasta mañana, cuando traspasemos una nueva línea roja.


Previsible final

Como me pasara con Cruyff una década antes, el primer partido del Pelusa en el Nou Camp me pilló en la grada. Había mucha expectación, a pesar de su juventud y de que por entonces, sin tanto vídeo y sin redes sociales, era un sonoro rumor lo que avalaba su fichaje por el Barça. En su primer año acreditó el estratosférico precio que costó su contratación. Le cosieron a patadas, le reventaron el tobillo, le atropelló una hepatitis y comenzó un tormentoso flirteo con la autodestrucción. Ha resultado víctima mortal de sí mismo para convertirse en un icono popular por motivos y razones que van mucho más allá de su excelencia futbolística. Cuando en su segunda temporada jugaba en Barcelona, merecía la pena llegar al campo con antelación suficiente para deleitarse con su calentamiento (aunque El mundo deportivo diga que no, yo sí lo hacía). En su virtuoso toque de balón, con las botas desatadas y poniendo el balón en el pie de un compañero a más de cincuenta metros de distancia, te devolvía el importe de la entrada. Luego, ya en el partido, parecía desvanecerse su rendimiento. Se lo llevó el Nápoles poco tiempo antes de acabar en un calabozo de la Vía Layetana. Me consta y hasta ahí puedo escribir. Fueron muchas noches coincidiendo en la misma sala del Up&Down. 

En la memoria colectiva deja un poso de tristeza después de habernos hecho sentir hacia él una mezcla de desprecio y de lástima. 


lunes, 23 de noviembre de 2020

Zalacain

Corrían los felices ochenta y, al menos en mi memoria, Madrid, siempre Madrid, era  eje y foco de la vida nocturna, la de los bares de copas (de Sabina) y la de los niños bien de Serrano; camiseta de Amarras y náuticos Pielsa en los pies. Contrariando a la canción, por entonces casi todas aquellas niñas todavía querían ser princesas y los jóvenes, yo lo era, aún no perseguíamos el mar en un vaso de ginebra. No al menos en aquel barrio madrileño de Salamanca aunque sí, seguramente,  en otros. (¿Malasaña, Pedro GS?).Yo llegaba a Madrid con suficiente mar en mi equipamiento de serie como para buscar otras cosas en el fondo de los vasos y de los botellines. Éramos jóvenes atribulados entre la necesidad de aprobar una oposición y la devoción de pasárnoslo bien y nos gustaba trastear por el bulevar de Juan Bravo, entre El Callejón y el Keeper (María C), pero no pretendíamos romper un molde de estilo que con tanto esfuerzo habían fabricado nuestros padres y que a punto estaba de empezar a dar sus resultados. No salíamos a desfasarnos, ni entonces se compartía el botellón. Soñábamos despiertos, a un cielo abierto sin estrellas en Madrid, con aprobar esa oposición y luego, tal vez en la siguiente meta de futuro, compartir, por ejemplo, un despacho en el Windsor (que luego se quemó ardiendo con él tantos de nuestros sueños). No queríamos, eso es cierto, vivir al límite y en la noche madrileña -solo una a la semana- la del viernes o la del sábado, entrábamos y salíamos de aquellos locales de la movida pija madrileña. Barras atendidas por chicas guapas con una bonita sonrisa en sus labios y una botella de bacardí siempre en la mano. (barras de bar, vertederos de amor, cantaba Manolo García en un opuesto barrio mediterráneo y barcelonés)

Para comer o cenar éramos más bien modestos (o no tanto) y nos dejábamos un puñado de duros en ricas tapas y raciones en bares y tabernas (Charlot, Peláez, Jurucha, O Caldiño...) y, si la ocasión lo merecía, comíamos o cenábamos en el Tatagglia, L'Entrecotte, El Espejo, el Qüenco y un largo etc... También había ocasiones en que merced al horario del trasnoche, cuando la madrugada madrileña nos empujaba al Joy Eslava o nos pillaba regresando de Oh Madrid, resumíamos la manutención en un desayuno-comida-cena en el Vips de Serrano (su arroz a la cubana y los escalopines a la pimienta verde, acompañados por una heineken bien fría  eran excelentes recuperadores tónicos).

Ya por entonces me gustaba la cocina y había caído en mis manos algún ejemplar del Sobremesa (revista a la que estaba suscrito mi padre). Especializada en alta gastronomía y en crítica adecuada se refería a laureados restaurantes y, entre otros, había leído algún artículo sobre Zalacaín. Su excelencia gastronómica debió servir para cerrar suculentos negocios, fusiones bancarias y apaños políticos, familiares y amorosos de alto standing y de lo más variado. Estaba, por su carta de precios, muy alejado de nuestras aspiraciones y simplemente su nombre substanciaba los mismos sueños en los que se retenían nuestras remotas posibilidades de ocupar, algún día, un despacho en el Windsor.

Con los pies en la tierra, ni entonces ni últimamente he ansiado jugar con las migas de pan sobre alguno de sus manteles pero un fugaz paseo por su página web (todavía disponible) y un poquito de imaginación le da cuerpo a la memoria de nuestra tan denostada ahora Transición. Mucho debieron aportar esos manteles madrileños a una historia que se nos está esfumando poquito a poco. Que algunos celebren el cierre les hace pasar directamente a la nómina de personajes indeseables y prescindibles de nuestra nefasta actualidad política ¿no les importa ni siquiera los puestos de trabajo que se pierden? Villanos que luego pretenderán lavar su caquita pidiendo perdón.


Nosotros, en cualquier caso, inalcanzable Zalacaín, éramos más de compartir la mesa corrida de Malacatín y tratar de acabar su cocido madrileño. Pero eso es otra historia....

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lunes, 16 de noviembre de 2020

Generación Llopart

A las jóvenes generaciones les va a parecer que España nació con un oro debajo del brazo, en lo que a deporte internacional se refiere. Pues no.

De la España del NO-DO y del pan con chocolate para merendar me quedo, entre otras cosas, con aquellas tardes de verano, sentado frente al telefunken (en blanco y negro) viendo las retransmisiones en directo de las eliminatorias de Copa Davis entre España y E.E.U.U, desde el RCT Barcelona y con la voz de fondo del gran locutor especialista de aquello,  Juan José Castillo (entró, entró, la bola entró). El recorrido de Santana primero, y de Gimeno después, empezó a abrir una brecha exitosa en el tenis, para que surgieran más tarde otros jugadores que también lograron títulos internacionales: Orantes, Gisbert, Higueras, etc...

En el despertar de nuestro orgullo patrio en el ámbito deportivo, tuvo mucha más relevancia el éxito individual que el de equipo. A los que nos mordíamos las uñas en cada bolea de Orantes o en cada curva de la Derby de Ángel Nieto, nos llegaba la recompensa patriótica cuando, al final, veíamos ondear la bandera española en lo más alto al tiempo que sonaba nuestro himno nacional. O era allí o lo era en los desfiles militares y, en cualquier caso, en ambos escenarios sentía yo un pellizco de orgullo y  satisfacción.

En el gran escenario de los Juegos Olímpicos de Barcelona llegó a consagrarse el excelente momento del deporte en España y para llegar hasta ahí, el camino fue casi exclusivamente jalonado por el esfuerzo y sacrificio de muchos deportistas y atletas en disciplinas individuales que se batieron el cobre contra viento y marea y cuyos nombres, apagados los focos que iluminaron sus entorchados, perecieron en el más ignominioso de los olvidos difuminándose su nombre y su gesta, para nuestra vergüenza y sonrojo.


Uno de ellos fue Jordi Llopart y en una disciplina por la cual -según él mismo denunciaba- recibía, en sus maratonianas jornadas de entrenamiento desde El Prat hasta el Maresme, todo tipo de insultos y vejaciones: la marcha. Hasta que de manera sorprendente ganó la primera medalla olímpica del atletismo español en unos Juegos Olímpicos (Moscú 1980). Solo a partir de ese momento le fue reconocida su meritoria dedicación de currante del asfalto. Vendrían luego otros éxitos pero cometió el error fatal de dedicar a España su medalla de oro en un campeonato de Europa. Eso, según donde uno haya nacido, puede resultar letal. En su caso lo fue y nunca más volvió a ser profeta en su tierra y acabó condenado al olvido de las instituciones y gobernantes de su Cataluña natal. Una mísera pensión y la indigencia marcaron sus últimos años de vida. Descanse en paz.

A los chiquitos del colacao, criados en el confort del albornoz, la calefacción y las zapatillas de alto rendimiento y que se han acostumbrado a ver como otros deportistas individuales (Nadal, máximo exponente) y casi todas nuestras selecciones en la mayoría de las disciplinas (fútbol, baloncesto, balonmano, hockey, waterpolo, etc,.) se subían a lo más alto del pódium mientras sonaba nuestro himno, les diría que no, que España no nació con el oro debajo del brazo. 

En el esfuerzo, en el sacrificio y en las horas de dedicación de muchos deportistas de la generación de Llopart y solo una vez cumplidas las obligaciones laborales o de formación, brilló el deporte individual español entre la dificultad y la necesidad. Tal vez por eso fueron tan fuertes. 

Y eso no solo en el deporte. Antes sufríamos mejor.

lunes, 9 de noviembre de 2020

No me importa...aún así soy feliz.

En lo que sigue de telón de fondo el bichito....

...no me importa que mi viejo Megane esté a punto de cumplir los diecisiete años: todavía me lleva y total, para tener que rodar por Palma a menos de 30 km/h, bien me alcanza. 

No me importa que en mi cotidiana indumentaria, alterne apenas dos o tres pantalones, dos pares de zapatos y tres o cuatro camisas y dos americanas: creo que visto con dignidad y voy cómodo y aseado.

No me importa no tener una sauna ni un jacuzzi en mi cuarto de baño: puedo ducharme todos los días con agua caliente y gel.

No me importa pasar mis vacaciones y tiempo libre de fin de semana -si el clima lo permite- sentado en una sencilla silla frente a una mar que me abraza con gentileza, un buen libro y un poco de música: eso me relaja y respiro al aire libre.

No me importa comer productos sencillos (a ser posible, de proximidad) y asequibles y me vengo arriba cuando saco mi tabla y cuchillos de corte y me entrego con pasión a laminar muy fina la cebolla y cocinar unas carrilleras de ternera al vino tinto como si fuera un gran chef: comemos caliente y normalmente sabe rico el resultado.

No me importa si este año próximo, como el que  que está acabando, no puedo programar el revitalizante y emocionante viaje a la nieve: otro año será.

No me importa comprar mi ropa de tenis en  decathlon y que las zapatillas no sean el último modelo de nike: todavía disfruto deslizándolas sobre la tierra batida hasta llegar a esa bola endiablada que me tira mi Pepe de Sineu.

No me importa que mi móvil tenga ya casi tres años y que requiera de un par de cargas diarias y esté saturado por cientos de aplicaciones inútiles cuyas actualizaciones colapsan su memoria interna: estoy localizable y puedo intercambiar llamadas y guasaps con mis contactos.

No me importa no poder salir los fines de semana de cañas y vinos o de restaurantes de postín: mi casa y una par de botellines, con un poco de imaginación, son suficientemente satisfactorios.

No me importa no poder coger un vuelo a cualquier punto de Francia -por ejemplo- y hacer una ruta gastronómica y cultural: Las Recetas de Julie (La2) me hacen pasar un buen rato y lo disfruto a mi manera.

No me importa (esto ya un poco, sí) no poder sentarme sin prisas en Casa Simón (Cangas do Morrazo) y degustar una buena cazuela de pescado y marisco del día y unas raciones de percebes zamburiñas a la plancha con mi Jaime B, el hombre que soñaba con ellas,: intento cocinarlo yo en casa y disfrutar todo ello con un albariño fresquito.

No me importa todo esto si al fin y al cabo puedo levantarme todos los días y al poner los pies en el suelo y comenzar a caminar reconozco en cada paso que doy y en cada objeto que poseo que la vida puede ser maravillosa si sabes ser feliz con lo que tienes y no sentirte un desgraciado con lo que deseas y no puedes alcanzar.


Al fin y al cabo la mochila todavía pesa y el camino -ojalá por mucho tiempo- es muy largo. Y a pesar de todo, soy así muy feliz.

Cómo no voy a serlo si disfruto de un fin de semana tras otro....





Y para acabar de venirme arriba pincho aquí y bailo.

lunes, 2 de noviembre de 2020

La muerte sigue igual

La Vida sigue igual, cantaba Julio Iglesias, allá por los sesenta, con aquella voz queda y un incipiente tonillo que fue progresando hasta su famoso ueaaa! que más que cantado parecía maullado (y como desde hace unos meses uno de mis inquilinos a pensión completa es un gato, puedo aseverarlo). 


Pues bien, ahora lo que sigue igual es la muerte. Nada hemos aprendido, probablemente porque nada nos supieron enseñar. Ha faltado honestidad, información rigurosa sobre la gravedad de la situación, preocupación real, intensidad en la búsqueda de soluciones, transparencia y LI-DE-RAZ-GO. Y ha sobrado frivolidad, arrogancia, prepotencia y, sobre todo, el libre albedrío al que nos ha conducido a los ciudadanos la nefasta gestión del virus y sus circunstancias. Y como somos indisciplinados por naturaleza, dame caos que ya yo.....Vaya diferencia con los alemanes, vaya diferencia con la Merkel (el mal es el mismo, pero la forma de dirigirse a sus ciudadanos ....qué envidia)


Creíamos -nos hicieron creer- al finalizar la situación de confinamiento en el mes de mayo que el virus ya no era una amenaza tan letal (aunque todavía mataba), que habíamos doblegado las curvas de contagio y que salíamos más fuertes. A partir de aquel momento teníamos que empezar a vivir una nueva normalidad; salir, pasarlo bien, disfrutar, reponernos de los duros meses de papel higiénico, netflix, pizzas, bizcochos y aplausos solidarios,  abandonar los balcones y empezar a llenar bares, hoteles, restaurantes y discotecas....


No, esto no es una segunda ola, ni me lo parece: tiene pinta de ser la misma. Cualquiera que se siente sobre la orilla del mar, en apenas un par de minutos se convierte en experto en oleaje. La ola pandémica sigue avanzado implacable. No ha retrocedido y además la supina estulticia del ser humano ha ido ahuecando la orilla para facilitar su avance con sus aglomeraciones masivas, fiestuquis (qué horterada de neopalabro), botellonas, malos hábitos y falta de una dirección adecuada y hemos logrado que avance el virus y vuelva a amenazar con colapsar las ucis y plantas hospitalarias. La ola deja la playa anegada y el aroma resultante es el de un manto de algas permanentemente húmedas que cubre la arena sana y desprende un desagradable aroma de descomposición: la fatal consecuencia de la desolación y de la muerte.


Es noviembre y han vuelto los crisantemos al cementerio, también por turnos, para evitar aglomeraciones, no sea que... No irán todos a la misma tumba, nicho o panteón, pero por si acaso, visitas con cita previa hasta para rezar por nuestros difuntos. Si levantaran la cabeza! 

No podremos visitar a nuestros muertos. Es la muerte la que se ha empotrado entre nosotros. Se lo he escuchado a una profesional del sector sanitario: "le he visto la cara a la muerte".

Sigue avanzando la ola y la muerte sigue igual

Nombres que remueven la memoria

La primera que yo recuerdo fue una pequeña y coqueta Iberia blanca. Sobre una de las encimeras de la cocina, resultaba muy atractivo para in...