lunes, 7 de septiembre de 2020

La niña que quería ser Messi

Vivíamos, al parecer, por encima de nuestras posibilidades. Su nombre empezó a sonar para algunos mucho antes de que lo hiciera para la gran mayoría de futboleros y aparecía en algunos titulares de las secciones de fútbol base de la prensa deportiva de Barcelona. Alguna vez, el canal autonómico también se hacía eco de las diabluras que hacía en cada partido aquel chavalito menudo y melenudo. El balón y su pie izquierdo formaban un binomio indisoluble hasta que acababa el primero de ellos en el fondo de la portería, enmarañado en la red. Así cada partido.

El jugador fue creciendo (es un decir) y su voz, con el sonido de un pequeño regato, empezaba a dejarse oír en alguna esporádica entrevista, repleta de topicazos irreproducibles por el rubor  ajeno que representa intentar obtener muestras palpables de una inteligencia alternativa, más allá de las patadas al balón.

Un buen día, uno de los primeros entrenadores del club que se tomó en serio aquello de querer formar un equipo serio, ambicioso y competitivo -otro holandés, cómo no- le hizo debutar con el primer equipo. Y no decepcionó. Sus compañeros de orquesta en aquel equipo ya hacían presagiar grandes tardes y noches de fútbol. Con Ronaldinho y Etoó como astros y con una máquina en el centro del campo (Deco, Xavi, Márquez) y más tarde las incorporaciones de Iniesta, Busquets, Touré Yayá.... 

Han pasado casi diecisiete años y un somero vistazo a su palmarés personal y al del club, proporciona la información suficiente para asociar su figura a la del éxito y el triunfo. 

El reconocimiento de su talento y nuestro gozo, a nivel mundial, de sus goles, jugadas, gambeteos, regates, lanzamientos de faltas y otras habilidades arrancó ya en sus primeras temporadas en el primer equipo. Empezó a deslumbrar sin haber cumplido todavía los veinte años. Y justo toda esa fulgurante carrera ha coincidido con el nacimiento, niñez y adolescencia de mi hija Ana.

Los triunfos de la era Guardiola tienen, además, una banda sonora. Primero fue Coldplay y la felicidad contagiosa de su Viva la Vida que adoptó como himno motivador a sus jugadores. Era sonar esa canción en la radio, en el coche, en el móvil (como sonido de entrada de llamada) y Ana levantaba vuelo y convertía sus manos en una armoniosa danza de euforia. Asociaba la canción a éxitos futbolísticos del Barça y a goles de Messi. Más tarde ocurrió lo mismo con The Killers y su famoso Human. Gol, gol, gol y trofeos al canto.

¿Cómo no iba a idolatrar a Messi? Quería ver todos sus partidos, sentada a mi lado, sin entender mucho de tácticas ni de reglas del juego pero agitada y nerviosa sin comprender muy bien por qué perdía -cuando perdía- y  por qué no marcaba un gol -cuando no lo hacía-.

La camiseta (y una equipación completa comprada en Afganistán) que tiene del Barça llevan el número 10 a la espalda y el nombre de Messi.

La defección de Messi, aunque esperada, ha supuesto un trauma para muchos aficionados. No para Ana, ni tampoco para mí. Es, en cualquier caso, un puñetazo en todos los morros a ese presidente bobo que daba pases de pecho mirando al tendido, creyendo que el toro no embestiría porque había firmado un contrato comprometiéndose a no hacerlo. El fútbol es una cueva de felones y no hay nada más frágil que la felicidad que proporciona a los aficionados: cuando se pierden partidos, títulos o competiciones, por la desazón que provocan. Cuando los jugadores muestran su cara más miserable, por lo estúpido que se siente uno. 

Tantas tardes buenas, tantas excelentes noches y un burofax: todo en un parpadeo de ojos y en la vida de una adolescente. Todo ilusión. Todo es ya historia. A partir de ahora -¿se queda, si?- cada beso al escudo tiene un precio mayor. 



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