Desde las primeras semanas posteriores al arresto domiciliario total (que en mi caso fue a tiempo parcial porque pude seguir trabajando de manera presencial y porque por otra parte había que mantener la despensa con provisiones y visitar de vez en cuando el súper) plantamos una silla plegable junto a las olas. Sobre las rocas de una de las orillas de Santa Ponsa montamos nuestro salón de lectura. Allí empezamos a recuperar el tono vital que nos hizo pensar en lo afortunados que hemos sido con el reparto de duelos y castigos del covid-19, por el momento.
El leve oleaje ha acompañado la lectura de los sucesivos libros que han ido desfilando por ese pequeño rincón de una Mallorca (casi) vaciada. Muchas de las playas, desérticas; espigones de puertos deportivos, inusualmente inactivos y los muertos de los fondeos en las marinas, desocupados y flotando sin embarcación alguna amarrada. Una mar sin barcos, no es mar, es laguna, laguna seca y llorona. Casa sin huéspedes, columpios sin niños, cumpleaños sin velas.
Puerto de Cabrera. Sin barcos fondeados en junio de 2020 |
Escenario. El más repetido hasta ahora, ese rincón santaponsí, nos ha acogido amablemente y se ha convertido en el primer imprescindible del verano. Aparcar el coche junto a la calita, hinchar la tabla de paddle surf con la que separarse un poco de la orilla para poder cabalgar despacio sobre los increíbles fondos turquesas de esa bahía a golpe de remo; dos por babor, dos por estribor, dejando una leve estela a popa. Dejarse llevar en el pequeño y familiar salón de lectura hasta que, a última hora, el sol cae sobre las lejanas colinas del horizonte lacando el cielo con un intenso color anaranjado...
Puesta de sol en Santa Ponsa |
Fruta de verano. Las ciruelas: moradas y amarillas, a la espera de las verdes y dulces claudias de final de agosto. También, cómo no, nectarinas, piñas y sandías. Todas jugosas. Se impone libar sus zumos entre otras cosas para evitar que derramen fuera de la comisura de los labios siquiera una gota de ese elixir de verano.
La radio. Los sábados por la mañana, ya sobre esas mismas rocas, Mundo Babel, siempre exquisito - a veces hasta la emoción y justificando que la mirada levante el vuelo sobre la página del libro. Por la tarde, Disco grande con horario doble. La primera hora repasando los éxitos de cada uno de aquellos veranos, los de los 80 que ya sonaban en mis oídos en las dunas de Doniños.
La mesa. Con la generosa brisa que nos está acompañando casi todas las noches de este verano tan raro, un rosadito en su botellero, empañado por la condensación de la temperatura del agua y los bloques de hielo que lo envuelven hasta que , copita a copita, dibuja en el ambiente sonrisas de complicidad....que llegan, que llevan...
Otros veranos fueron los rodaballos, los lomos altos de ternera, las cazuelas de pescados con sus ajadas gallegas. Este año, mejorando desde los confines de la pandemia, el plato estrella -imprescindible en la mesa- el bacalao a la llauna (a mi manera) y en un montón de preparaciones más. Cuando el producto es bueno, cuesta mucho esfuerzo hacerlo mal.
Peccata minuta. En cualquier caso antes o después de comer, antes o despues de la playa, la vida al aire libre y con temperaturas moderadas, nos proporciona infinitas satisfacciones para compartir. Desde el siempre proceloso cruce de pelotas en la pista de tenis, hasta los lujosos atardeceres, pasando por un sencillo trampó de pimientos mallorquines y cebolla o una copita amable de rosado fresco a la luz de la luna.
Qué más podemos pedir. Son imprescindibles a partir de los cuales, cualquier cosa solamente nos mejora.
La música. Condenado a cadena perpetua revisable el jodido reguetón y todas sus nefastas secuelas (no entiendo cómo gusta en la misma medida a todas las tribus juveniles -todas, todas-) en el momento más mágico, el selector aleatorio del dispositivo musical hace sonar, entre otras excelentes canciones una versión en directo y reciente de Sara
Disfruta, si te dejan, de tus propios imprescindibles.
Disfruta, si te dejan, de tus propios imprescindibles.
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