Durante el pasado confinamiento (esperemos no volver a él para no tener que ir enumerándolos sucesivamente, Dios no lo quiera) deberíamos haber aprendido muchas de las lecciones que nos aportaba la situación. Algunas, pocas creo, hemos aprendido. Otras las tenemos pendientes y redundando en mis deseos, espero que no nos caigan en la convocatoria especial de septiembre y nos quede convalidada con un aprendizaje basado, aunque sea solo por eso, por el temor a no volver a pasar por lo mismo.
Una de las cosas que nos imponíamos individual o colectivamente era intentar recuperar el tiempo perdido y volver a disfrutar de los placeres mundanos -cada cual con arreglo a sus prioridades básicas en la vida-. Especialmente los primeros días de arresto domiciliario, la ansiedad por seguir relacionándonos con el exterior nos condujo a un abuso exhaustivo de los dispositivos electrónicos que nos proporcionaban la posibilidad de estar conectados con amigos y familiares. Pensábamos -ilusos- que superada esa situación una de las lecciones aprendidas sería la de vivir más y chatear menos. Gran equivocación.
Coincido plenamente con Padre Toni. Seguimos viviendo a toda prisa. Seguimos queriendo todo al momento. Mandamos un guasap y enseguida queremos la respuesta. No hemos acabado de darle a la flechita de envío y ya estamos deseando el doble click azul y que en el perfil de nuestro destinatario aparezca "escribiendo...."
Vivimos en modo bizum y en realidad deberíamos volver a la vieja y pequeña ventanilla del mostrador de transferencias donde el administrativo de caja estudiaba con detenimiento el cheque o talón, con el ceño fruncido estilo pabloacas desaparecía de nuestro campo visual, consultaba importe, firma, número de cuenta. Lo sellaba y a regañadientes, como si el dinero saliera de su propio bolsillo, extraía del cajón de la caja registradora uno a uno los billetes y monedas de la operación, asegurándose, llevándose la yema de su dedo índice a la punta de la lengua que no se le escapaba un solo billete de más.
Conclusión: no hemos aprendido nada. Seguimos viviendo conectados a una maquinita, con la cabeza (y nuestra mente) absolutamente sumergida en una pantallita que no cesa de parpadear y de emitir pitidos que impiden, además, mirar las cosas directamente, lo que nos rodea; sonreír sin pretexto, hablar y escuchar a las personas con las que convivimos, dejarnos acariciar por manos sensibles, sentir el tacto, notar en nuestra piel el baile próximo de los cabellos de nuestra pareja o de nuestros hijos, mecidos por una brisa en campo abierto, en la playa, tan próximos que nos hagan reflexionar si merece realmente la pena atender, en ese preciso instante una comunicación lejana, una noticia, un chascarrillo....un fake.
Quiero -lo voy a empezar a hacer el día menos pensado- desconectar mis datos y vivir en modo avión unas cuantas horas al día, especialmente aquellas en las que lo toca es apreciar cuanto me rodea y proporciona el pequeño placer de vivir despacito. Dejar de ver la vida por las fotografías que pueda mandarme alguien y hacerlo por mí mismo. Como dice mi amigo Marín P. llegar yo a donde quiera ir y sugerir a mis amigos que vayan por sí mismos y no por lo sugerente que pueda resultar una fotografía mía mandada por wpp. (que seguiré mandando , sí o sí)
De momento seguiré la reiterada recomendación persuasiva de la Dirección General de Tráfico que en las últimas semanas ha venido advirtiéndome con convincentes argumentos que vaya un poco más despacito y no a 109 km/h donde la limitación de velocidad está establecida en 100. Lo contrario sale caro de cojones.
Así que, despacito
Así que, despacito
No hay comentarios:
Publicar un comentario