lunes, 8 de junio de 2020

Quiero mis vacaciones entonces.

Mis sueños de entonces son los recuerdos de hoy.
 Lo que ayer anhelaba, en parte se cumplió. 
Soy feliz, a pesar de todo. 


Vamos a tener que programar, este año, unas vacaciones muy distintas a las habituales. Algunos amigos y familiares están ya esperando que las compañías aéreas comiencen a publicar los horarios de sus vuelos, de acá para allá, y sus tarifas más económicas y competitivas para tratar de volver a la normalidad; regresar, unos, a esa orilla de mar que abandonaron a suerte de los temporales y las marejadas del invierno. Otros, más ávidos de aventura, ilusos en parte, ponen sus ojos en latitudes muy alejadas, en paraísos que sabe Dios qué otras inclemencias sanitarias, además de las meteorológicas, habrán padecido.

Una de las últimas mañana del pasado mes de mayo, muy tempranito, el intenso azul del cielo y una vieja canción de los Beatles que sonaba en la radio del coche llevó a mi mente al recuerdo de lugares y momentos remotos pero que evocaban una total felicidad.

Mi subconsciente asociaba aquella canción con los viejos tiempos en los que algunas canciones de verano sonaban en el marconi del  Seat 1430 azul turquesa en los trayectos vacacionales. Mi padre, en aquellos viajes era partidario de salir al alba, con la fresca, como él decía. Así, antes de empezar a vislumbrarse la claridad en el horizonte desde el ventanal del salón del piso de Barcelona, empezaba la operación salida. A esas horas, con la torpeza y el aturdimiento somnoliento, propio y de mis hermanos, el recibidor de la casa se colapsaba con todo el equipaje de los siete miembros de la familia para dos o tres semanas. Maletones grandes, otros más chicos, bolsas, juguetes, etc. Y todo debía alojarse en el maletero o a los pies de los pasajeros, cuatro niños, del asiento trasero y en la bandeja posterior. Entre empellones y algún manotazo, se cerraban por fin el capó y las puertas y arrancaba el viaje con un padrenuestro y varias avemarías y un beso dirigido al sancristóbal imantado junto al reloj del salpicadero. 

Bajábamos por la carretera litoral desde Barcelona a Tarragona, la vieja nacional 340, creo, con su estrecho y sinuoso trayecto y sus permanentes cambios de cota y balcones sobre un perfil afilado que dejaba a la vista de los viajeros del coche, arriscados acantilados y playas de arena blanca que se prolongaban hasta el confín de la mirada. Pasado el Garraf y dejando atrás Sitges, el mar, a la izquierda, lucía de un intenso tono azul.

La música del transistor, tal vez esa canción de los Beatles, se alternaba con la palabra del locutor, con un sonido enlatado y una sintonía de programa que aflora de mi memoria como si estuviera ahora mismo sentado en el asiento de atrás, con la ventanilla bajada y dejando que el viento enredase mi flequillo ye-ye. Otras veces era un bolero de Machín o el desgarro de una copla de Marifé de Triana....todo es puro y emotivo recuerdo.

En la carretera era frecuente -soy un observador compulsivo- cruzarse con un Peugeot 204 colorado, cabrio, con una pareja de turistas o un Ford Taunus azul celeste. Cualquiera de los dos, con placas negras y las ópticas amarillas, inconfundibles signos de la procedencia francesa de los ocupantes, veraneantes de alguno de los muchos campings que jalonaban aquella carretera

Pues a esa época de mi vida quisiera yo viajar para pasar mis vacaciones, aunque fuera por unas horas o unos días, o algunas semanas, sentado en el asiento de atrás del viejo 1430 azul turquesa y fijar mi vista en cualquier punto del horizonte donde su unían cielo y mar y sonaba, en el transistor, cualquier canción de los Beatles.   Aquí.

Y es que cualquier tiempo pasado fue mejor.

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