lunes, 4 de octubre de 2021

Barcelona vandalizada

En la parte más baja del Ensanche, por encima de la Plaza de la Universidad, en las más grises y oscuras tardes de los domingos de invierno, podía oírse, perfectamente, el sonido del silencio. El viento helador de Barcelona barría las baldosas de las aceras (los panots de Puig i Cadafalch) y tan solo la silueta de algún gato con los ojos semicerrados se acercaba sigilosamente a los alcorques de los plátanos urbanos, desnudos ya de su hojarasca, que se elevan casi hasta las azoteas de los edificios. Los portales, estrechos muchos de ellos, solían presentar un aspecto pulcro y ordenado. https://youtu.be/Qt2mbGP6vFIUnas baldosas de mármol blanco al que las pisadas de miles de transeúntes durante su existencia centenaria han hurtado buena parte de su grosor y unas pesadas puertas de hierro negro y cristal dan acceso a un rellano donde el suelo está casi siempre cubierto por bellísimas baldosas de terrazo hidráulico multicolor con motivos florales. En sus entresuelos solían ubicarse gestorías y consultas médicas, las únicas que permanecían con las puertas abiertas. Inconfundibles el olor y la precaria luminosidad del recibidor. Y siempre un pulsador de timbre en el mostrador de la entrada.

El silencio de la calle podría llegar a ser estremecedor, si cerrando los ojos, entre la ilusión y la memoria alcanzara la imaginación a retratar a las más remotas generaciones de los moradores de esas viviendas. Si apuráramos en el detalle posiblemente veríamos a contemporáneos de Gaudí saliendo a dar un paseo por el barrio, guiados por el elegante porte, ya extraviado, de aquellas generaciones de sombrero y bastón ellos y de tocados tenues y livianos ellas, sobre sus cabellos morados envueltos entre las garras de astracán

De los viejos y amarilleados fascículos del Patufet, (cinc céntims) que semanalmente nos compraba mi padre junto al Strong, Flash Gordon, La Trinca, el TBO y otros (todos encuadernados posteriormente en piel y cartón), guardo en el disco duro de mi memoria el retrato de aquellas imágenes del ensanche, de muchas de las familias Ulises que habitaban Barcelona (y de los inventos del Profesor Franz, de Copenague -sublime el dispositivo ingenioso para evitar bocados en el interior de los mofletes durante el proceso de masticación de alimentos-).

Un drama que me oprime es que cada vez veo más lejano el momento de volver a disfrutar de Barcelona, de pasear por la parte baja del Ensanche, de perderme por sus Ramblas sin temor, sin necesidad de mirar asustado a ambos lados, de recorrer los barrios que retrataba Vázquez Montalbán, y de volver a comer en Casa Leopoldo, restaurante favorito de Pepe Carvalho (alter ego del novelista?).

Barcelona ha sucumbido, desgraciadamente, a nuevas corrientes urbanas que la han apartado de mis prioridades. Prefiero conservar en mi memoria lo disfrutado en sus calles que verme envuelto en una intifada de molestos antisistemas, su sociedad dominante en lo que llevamos de siglo XXI, permanentemente preparados para liarla con lo que tengan a mano y con el argumento que sea. Para ellos todo vale y los Mossos no pueden con ellos.

Me abruma la decadencia de una ciudad que creció desde el barro de sus calles (Can Fanga), literaria su historia desde la Edad Media (La Catedral del Mar, Ildefonso Falcones, por ejemplo), creciente y floreciente entre las exposiciones universales de 1888 y 1929 ( La ciudad de los prodigios, Eduardo Mendoza), angustiosa y desesperada en la posguerra (Nada, Carmen Laforet) modernista y luminosa por momentos y misteriosa y enigmática cuando mejores galas lució (La sombra del viento, Carlos Ruiz Zafón). 

Barcelona renació unos años antes de las olimpiadas para dejar una incontestable mejora urbanística y de infraestructuras poco después de certificar la defunción de la generación de la Gauche Divine cuya decadencia aún pudimos disfrutar los privilegiados jovencitos de los ochenta que llegamos a apostarnos en la barra de Bocaccio, después de cerrar, ya de madrugada, los Quartier y Up&Down (solos y desconsolados "on the rocks") juntándonos con lo peor de cada casa mientras afuera, en la calle Muntaner,  ya apuntaba sus primeros rayos el tibio sol de invierno. 

Y ahora toda esa ciudad a tiro de un coctel molotov de los nenes de Ada. Manda güevos!!!!

Gracias por el póster, Joaco



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