Intento refugiarme del ruido excesivo. A veces un molesto murmullo lejano comienza a aproximarse y acaba taladrando nuestros oídos. En las últimas semanas, aquel rumor chino que parecía que nunca adquiriría entidad suficiente como para resultar una amenaza real ya nos ha llegado y, efectivamente, nos está taladrando a todas horas y hagas lo que hagas, afecta.
Al principio, más próximo geográficamente -Italia-, apenas le dimos importancia pero cuando con la palma de la mano abierta ha golpeado nuestra puerta parece que nos hemos sentido asaltados por la estupidez, nuevamente. Y aquí estamos, comportándonos histéricamente, primeramente agotando las existencias de mascarillas, guantes, geles desinfectantes y luego, ya a saco, vaciando las estanterías de los supermercados: latas de conservas, arroz, legumbres, lácteos....y papel higiénico!!!!. ¿es el fin del mundo? No. Pero si hay que forzarlo, aquí está el ser humano para lograrlo.
El martes pasado, por cuestiones profesionales pasé la mejor parte del día en Cabrera. Durante el trayecto lo único que, en el peor de los casos resultaba molesto, era el rugido de las turbinas de la embarcación. Una vez echamos el pie a tierra firme, el placer del silencio, los silbidos de una ligera brisa y de un leve oleaje, casi imperceptibles. Cielo azul, mar transparente, sol intenso y paz, mucha paz. Un rato sentado en una mesa de la pequeña cantina, un bocado de pan, mitad con sobrasada y mitad con camaiot y una coca-cola me convirtió, por momentos, en un ser inmortal. Es la sensación que me gustaría transmitir para quien no haya tenido la inmensa fortuna de obtener de una tarea profesional tanta satisfacción, especialmente por el entorno -sencillamente espectacular- y el momento. En marzo y en el Archipiélago de Cabrera no hay muchas posibilidades de encontrarse muchos tropezones en el mar. Pocos barcos navegando y ninguno fondeado; mar limpio, perfectamente visible el fondo y peces al alcance de la mano si uno pudiera tocarlos.
Es un privilegio poder desplazar, aunque sea por unas pocas horas, el despacho de una segunda planta de oficinas a una pequeña dársena y cambiar la mesa de trabajo por la de una pequeña cantina de puerto en un espacio abierto, natural protegido y cuidado con esmero por profesionales del medio ambiente y de la seguridad ciudadana. Vaya por ellos este "sacrificio".
Es un privilegio poder desplazar, aunque sea por unas pocas horas, el despacho de una segunda planta de oficinas a una pequeña dársena y cambiar la mesa de trabajo por la de una pequeña cantina de puerto en un espacio abierto, natural protegido y cuidado con esmero por profesionales del medio ambiente y de la seguridad ciudadana. Vaya por ellos este "sacrificio".
A ver si el próximo día me traigo una mochilica...
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