Recuerdo esa frase. La repetía con mucha frecuencia el Coronel Jefe de mi contingente, casi cada vez que nos cruzábamos esporádicamente por alguno de los corredores de la Base de Herat (Afganistán), o cuando tratábamos en su despacho asuntos de mi competencia mientras él daba cuenta de un buen puñado de pistachos.
Ambos sabíamos que, efectivamente, aquello no era el paraíso. En cualquier caso podría serlo de merlones hacia adentro para nosotros, protegidos por aquellos muros de hesco bastion que hacían la base infranqueable desde el exterior; aquél polvoriento y árido infierno donde residía la pobreza, el miedo, el hambre, la necesidad, pero también el odio y el rencor. Ese inhóspito y amenazante mundo que, mucho antes de que yo llegara y, por lo que se lee cada día en prensa, hasta hoy y con vocación de futuro, seguirá goteando la sangre de seres humanos condenados a sufrir el acoso mortal de la intolerancia y de la intransigencia.
No era el paraíso pero no estábamos tan mal. Del uniforme pixelado pasábamos directamente a la ropa de dormir, salvo que intercaláramos una muda deportiva cuando se brindaba la ocasión. El día, y sus noches, durante más de seis meses, en un confinamiento preventivo en misión de paz, intentando proporcionar -cada pieza del engranaje en su función- el apoyo que se nos requería.
No era el paraíso porque teníamos vetado el uso y disfrute de nuestra libertad de hacer las cosas habituales que podíamos hacer en nuestros lugares de origen. No era el paraíso porque no podíamos compartir con nuestras familias y amigos un ratito en casa, en la playa o en una terracita en una maravillosa cala. Pero en cierta medida disfrutábamos con las fotos que nos mandaban con el fondo de unas maravillosas aguas turquesas o de unos blancos y suaves arenales.
No vivimos tampoco ahora en el paraíso. Es cierto. Estamos confinados en casa pero tampoco estamos tan mal. Vivimos, que es lo más importante, gozamos de salud, que también lo es y tenemos todo lo que podemos necesitar para satisfacer las necesidades más esenciales. Pensemos en todo caso en el personal sanitario, en su conjunto y sin distinción de categorías profesionales. Ellos residen permanentemente en el infierno.
Se nos ha pedido que nos quedemos en casa. ¿Es tan difícil de entender que solamente así, en el mejor de los casos, evitaremos la propagación del virus?
Al regresar de la misión afgana -era noviembre- todo mi empeño tenía por objeto pegarme un chapuzón en el mar y nadar hasta donde alcanzaran mis fuerzas. Igual que ahora.
Volveremos a la orilla, ahora toca esperar. Cada uno en su casa. Hasta que se vacíe el infierno y todos volvamos, con la mejor salud, a la normalidad.