Pasadas todas las fiestas, el primer fin de semana, a la primera bola de partido, ha habido zafarrancho de limpieza y uno a uno han ido recogiéndose y arranchándose todos los objetos, figuritas y adornos navideños que han protagonizado la ambientación de la casa desde mediados del pasado - qué lejano parece ya- mes de diciembre.
Parece que poco a poco todo vuelve a la normalidad, a la velocidad de crucero y al modo rutina. Vuelven las clases y las jornadas laborales de lunes a viernes excepto para quien suscribe, que una vez más tratará de agotar el crédito anual de vacaciones entre las calmas de enero - playa, sol y arena- y las tareas domésticas, que ni incomodan ni desagradan.
Así, el domingo, desde muy temprano me planto después de desayunar frente al pantallón, coloco en la silla un montón de ropa acumulada todos estos días y pendiente de plancha y me dispongo a presenciar lo que parece que será el duro encuentro de tenis entre España y Serbia, en la final de la ATP Cup.
En el primer partido Roberto Bautista casi diría que maltrató al serbio Lajovic. Con su parsimonia fría y casi funcionarial, desde el fondo de la pista le castigaba con golpes planos, profundos y abiertos y ante la impotencia de este último, el rostro inmutable del español proporcionaba la confianza de arrancar el primer punto. Con instinto forense diseccionó el juego de su adversario. Solo le faltó jugar con guantes de látex. Para cuando acabó el partido, en la silla apenas quedaban los manteles de la navidad.
Uno a uno fueron pasando todos por la tabla de plancha, así como todas las servilletas. La plancha me relaja, me proporciona un momento zen en el que mis pensamientos se ordenan y se acomodan. Es un proceso terapéutico, un auto-coaching profundo y prolongado que sugiero y recomiendo al menos una vez en semana.
La mantelería que ha pasado bajo la suela de acero, en su mayoría, procede de Barcelona. Durante muchos años todos estos manteles vistieron la mesa del comedor todos los domingos y las navidades en casa de mis padres y de mis hermanos. Resultaba imposible evadirse de este hecho al tiempo que iba atrapando cada una de las arrugas y los pliegues que había dejado el lavado. Algunos floreados con el inconfundible estilo de su época (Cuéntame total), otros bordados en hilo y con virtuosas filigranas, rescatan los recuerdos de muchas de las grandes comidas familiares de los años sesenta y setenta. Me veo a mí mismo sentado en mi silla (cada cual tenía asignado su lugar en la mesa) y escucho nuestras voces de niños mezclados con los sonidos de los cubiertos. El aroma de más de un cocido navideño, del añorado plato del bacalao al estilo de Las Pocholas y de algún arroz con leche que misteriosamente se perdió por el camino, entre la cocina y el comedor, invaden mi zona zen y convierten esa mañana de domingo en un mágico paseo familiar entre manteles de hilo, vajillas de porcelana y algarabía infantil.
Llega el turno de Nadal que, impotente, cae en el primer set abatido por el demoledor y brillante juego de un Djokovic inmenso, imbatible ya a estas alturas de la temporada. En el segundo set hay mucha más lucha pero insuficiente para Nadal. Creo que el brillo de ambos dará mucho juego esta temporada pero mientras que Nole juegue como hoy, Nadal sudará tinta de colores.
En la madrugada del lunes empiezo a temer, con el repaso de las noticias de los digitales, que empieza un nuevo régimen. Estoy buscando desesperadamente entre los pliegues planchados de los manteles....¿dónde se esconde Montesquieu?
Me voy a la playa. Debo enfriar mi espíritu y mi mente.
Así, el domingo, desde muy temprano me planto después de desayunar frente al pantallón, coloco en la silla un montón de ropa acumulada todos estos días y pendiente de plancha y me dispongo a presenciar lo que parece que será el duro encuentro de tenis entre España y Serbia, en la final de la ATP Cup.
En el primer partido Roberto Bautista casi diría que maltrató al serbio Lajovic. Con su parsimonia fría y casi funcionarial, desde el fondo de la pista le castigaba con golpes planos, profundos y abiertos y ante la impotencia de este último, el rostro inmutable del español proporcionaba la confianza de arrancar el primer punto. Con instinto forense diseccionó el juego de su adversario. Solo le faltó jugar con guantes de látex. Para cuando acabó el partido, en la silla apenas quedaban los manteles de la navidad.
Uno a uno fueron pasando todos por la tabla de plancha, así como todas las servilletas. La plancha me relaja, me proporciona un momento zen en el que mis pensamientos se ordenan y se acomodan. Es un proceso terapéutico, un auto-coaching profundo y prolongado que sugiero y recomiendo al menos una vez en semana.
La mantelería que ha pasado bajo la suela de acero, en su mayoría, procede de Barcelona. Durante muchos años todos estos manteles vistieron la mesa del comedor todos los domingos y las navidades en casa de mis padres y de mis hermanos. Resultaba imposible evadirse de este hecho al tiempo que iba atrapando cada una de las arrugas y los pliegues que había dejado el lavado. Algunos floreados con el inconfundible estilo de su época (Cuéntame total), otros bordados en hilo y con virtuosas filigranas, rescatan los recuerdos de muchas de las grandes comidas familiares de los años sesenta y setenta. Me veo a mí mismo sentado en mi silla (cada cual tenía asignado su lugar en la mesa) y escucho nuestras voces de niños mezclados con los sonidos de los cubiertos. El aroma de más de un cocido navideño, del añorado plato del bacalao al estilo de Las Pocholas y de algún arroz con leche que misteriosamente se perdió por el camino, entre la cocina y el comedor, invaden mi zona zen y convierten esa mañana de domingo en un mágico paseo familiar entre manteles de hilo, vajillas de porcelana y algarabía infantil.
¿Cuántas veces vestiste la mesa del comedor? |
En la madrugada del lunes empiezo a temer, con el repaso de las noticias de los digitales, que empieza un nuevo régimen. Estoy buscando desesperadamente entre los pliegues planchados de los manteles....¿dónde se esconde Montesquieu?
Me voy a la playa. Debo enfriar mi espíritu y mi mente.
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