lunes, 7 de octubre de 2019

La paletina del pintor

Soy plenamente consciente de los zascas que puedo llevarme por decir que, después de más de veinte años viviendo en mi casa, es la primera vez que entran pintores para repintarla en su totalidad. Hasta ahora, y en muy pocas ocasiones, habíamos pintado, por urgencias o necesidad real, una o dos habitaciones. 

En todo este tiempo, desde 1998, hemos permanecido envueltos en el mismo color y, de la misma manera que las arrugas van surcando nuestra piel, en las paredes de casa fueron apareciendo muestras palpables del paso de los años: arañazos, desconchones, pequeñas grietas que hemos tratado de ir disimulando o sencillamente, no queriendo ver.

Esas paredes, si hablaran lo corroborarían, se llevan la historia de una familia desde el primer momento en que, vacía la casa, el eco resonaba y rebotaba de una habitación a otra. Lustroso el suelo de parquet recién instalado fue el primer lugar donde me senté, a falta de silla alguna,  a contemplarla y ver, como ya dije en alguna otra ocasión, el reflejo del cielo azul, una tarde de mayo del 98, con las llaves en mano. Luego empezaron a llegar nuevas pequeñas inquilinas, con sus primeros pasos, llevando de acá para allá el cochecito de las muñecas, una silla, una mesita...trastitos y empezamos a ver como las paredes se rozaban, se manchaban y sufrían cada día un poco más. Garabatos de lápiz, monigotes de color y algunos golpes de objetos que chocaban contra ellas y contra el techo y las consiguientes reprimendas; las paredes no se pintan...goma de borrar y paños húmedos.

Era pues ya el momento de pintar y de cambiar de color. Y recordaba cuando, siendo niño, venían los pintores a casa. Casi me acuerdo de sus rostros. Eran extremadamente cuidadosos, protegían sus cabezas con unos gorros que ellos mismos se hacían con papel de periódico -también nos hacían uno a cada uno de nosotros- y La Vanguardia, para eso, tenía un tamaño ideal. Preparaban sus cubetas sobre un viejo y raído jergón extendido sobre el suelo y con el pulso firme de un cirujano deslizaban de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba sus brochas y paletinas impregnadas en una densa pintura aligerada con un diluyente del que emanaba un fuerte olor. Al ritmo de la muñeca el pintor silbaba, con artística sonoridad, melodías populares o bien cantaba con afectada impostura y con el tono y voz adecuadas, viejas canciones de Juanito Valderrama o de Concha Piquer. 

Solía pintarse las casas en las estaciones de otoño o en primavera (todavía existían) para que el fuerte olor de las pinturas y del aguarrás pudiera ventilarse más fácilmente con las ventanas abiertas de par en par. Era como un zafarrancho de combate; aligerábamos las habitaciones de muebles y enseres al ritmo que marcaba la paletina del pintor.


Pues esas historias las he vivido esta pasada semana. El pintor ya no silba, ni canta, ni usa la brocha gorda y apenas la paletina salvo para hacer los recortes de los marcos, ni tampoco la pintura huele. Joaquín TC es aseado, claro está, y solamente viendo el cuidado con el que cuelga de la escalerita su chaquetilla, impecablemente blanca, como el resto de su vestimenta, ya se aprecia su intención de no permitir que una sola gota de pintura emborrone su estilo. Me dice que siendo casi un niño aprendió el oficio de su padre, pintor a la antigua del cual presume orgulloso por su habilidad y pulcritud. Él no lo dice, pero seguro que era de aquellos que, a ritmo del silbido virtuoso o del cuplé del momento desplazaba hábilmente la paletina por las paredes de unas viviendas que, por su descripción y ubicación, me consta fueron ya demolidas hace unos cuantos años. 


Angelitos Negros, La Zarzamora, La Bien Pagá….




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