Con la que nos cae a diario en nuestras vidas, lo que tenemos que aguantar, en general todos los ciudadanos, en ocasiones quisiera ausentarme definitivamente de todo y poner tierra o mar por medio; huir de la agria actualidad que entra cada minuto en cualquiera de los dispositivos electrónicos, propios o ajenos, por cada uno de sus poros, por cada píxel.
Mi ideal, casi utópico y por tanto irrealizable, sería acabar mi viaje en las Islas Cook, un archipiélago en medio del Pacífico, al noroeste de Nueva Zelanda; el infinito, pero mucho más allá. Lo suficientemente lejano e inaccesible como para que la distancia y lo complejo del viaje resultaran definitivos para resistir la tentación de volver.
Con ese viaje sin retorno llevo amenazando a mis propios desde hace unos años y de vez en cuando tengo que soportar la sorna:
- Pero, ¿no te ibas a largar a Nueza Zelanda? (mientras quien esto dice sigue tecleando el móvil con sus dedos pulgares sin levantar siquiera la vista de la pantallita)
Pues ojo que rascando simultáneamente bolsillo y mapa cada cual puede descubrir su Nueva Zelanda, es decir su paraíso extraviado, en cualquier rincón. La costa norte de Galicia, con sus abruptos acantilados podría servirme. Podría disfrutar con los berberechos, almejas y palometas rojas de Cedeira y además no resultaría nada áspero, culturalmente hablando. Pero tendría que soportar, al final, la facilidad de acceso a toda la información y para eso ya me quedo donde estoy y cuando tenga mono gastronómico, pego un brinco. (Ya noto los primeros síntomas y en cualquier momento me lanzo)
Existen, sin embargo, pequeños rincones que conocí hace unos cuantos años. Me iría a vivir a un pueblecito de Teruel, por ejemplo, siempre y cuando se dieran las circunstancias que ahora se ventilan a través de un nuevo término mediático; la España vaciada.
Accedo con el guguelerz a la provincia, me acerco a ese pequeño puntito "urbano" hasta que puedo pinchar en la barra del margen derecho el monigote del estritviu y ahí se me aparece tan real como próximo: la plaza del pueblo donde se monta el mercadillo, la carnicería-hostal de las hermanas Espinosa (a las que mi padre llamaba con su coña andaluza, las hermanas colorás o las carnestolendas), el bajo comercial ahora cerrado a cal y canto que en los 70 albergaba el cortíngles local, con el inconfundible aroma de los ultramarinos de la época y donde podía comprarse desde un cepillo de dientes, pasando por unos Lois y un cazamariposas, hasta una cosechadora.
Me sentaría en la terracita de la Plaza del Ayuntamiento con las fuerzas vivas o me llegaría hasta la fuente del gallo a refrescar el gaznate con ese agua ferruginosa que incluso en verano parece recién salida de la nevera y es capaz de romperte los dientes de fría que está.
Me refugiaría en alguno de aquellos pequeños cafés -un cortado de leche fría y un optalidón- de cuyo dintel de la puerta de entrada cuelga una persiana de cadenitas que impide a los moscones el acceso al local.
Ahí sigue la vieja vivienda de Correos, la serrería y recorriendo la carretera llego hasta la casa del guarda forestal en cuya explanada se apilaban las casetas para pájaros listas para ser colgadas en las frondosas copas de los pinos. Veo campos de trigo recién segados y las reses bravas paciendo en los inacabables prados de los Montes Universales, los secos ríos de piedras y un par de familias numerosas. Las madres cuchichean de sus cosas y, al tiempo que de vez en cuando se sacuden los tábanos con un sutil manotazo, confeccionan pequeños ramilletes de espliego y recortan flores de manzanilla y las secan al sol. Un montón de niños corretean por el prado sorteando -si no cayendo en ellas- las boñigas de las vacas y construyen una balsa con las ramas secas apiladas en un claro del bosque. A la sombra de los altísimos pinos y abetos, extendida la manta de cuadros, los padres escuchan el parte de las 11:00 en la radio Lavis. Cuando acabe el programa de Luis del Olmo, Protagonistas, sacarán las Dunlop Maxpli y se tirarán unas bolas evitando que caigan al suelo. Al final, restarán un traguito de vino a la vieja bota de cuero que cuelga del retrovisor del 1430 azul turquesa....
España se vacía en su interior. El pueblo huye a la ciudad porque quiere ser, estar, sentir y yo, por contra, quiero dejar de sentir la presencia de los actores y figurantes de la actualidad asfixiante y solo me queda el consuelo de hacer el viaje a mi arcadia agropecuaria, a esa ansiada sensación de ausentarme de todo en un punto lejano, a dieciocho mil kilómetros de aquí o mucho más allá (mucho más acá). Comprar un par de mantecados artesanales o compartir una caña con el Cabo Comandante de Puesto, el Cura y el practicante, que era así como se llamaba en los pueblos a los diplomados en enfermería.
Estoy de acuerdo. Hay que proteger el campo y mimar fiscalmente a los que, con dificultad, sobreviven obteniendo productos de él y de las diversas cabañas que se crían en el medio rural. Es lo único que, tal vez, nos saque de la mala comida y de los malos hábitos alimentarios.
Y una canción del momento, de aquel momento:
https://g.co/kgs/9zsRjZ
Accedo con el guguelerz a la provincia, me acerco a ese pequeño puntito "urbano" hasta que puedo pinchar en la barra del margen derecho el monigote del estritviu y ahí se me aparece tan real como próximo: la plaza del pueblo donde se monta el mercadillo, la carnicería-hostal de las hermanas Espinosa (a las que mi padre llamaba con su coña andaluza, las hermanas colorás o las carnestolendas), el bajo comercial ahora cerrado a cal y canto que en los 70 albergaba el cortíngles local, con el inconfundible aroma de los ultramarinos de la época y donde podía comprarse desde un cepillo de dientes, pasando por unos Lois y un cazamariposas, hasta una cosechadora.
Me sentaría en la terracita de la Plaza del Ayuntamiento con las fuerzas vivas o me llegaría hasta la fuente del gallo a refrescar el gaznate con ese agua ferruginosa que incluso en verano parece recién salida de la nevera y es capaz de romperte los dientes de fría que está.
Me refugiaría en alguno de aquellos pequeños cafés -un cortado de leche fría y un optalidón- de cuyo dintel de la puerta de entrada cuelga una persiana de cadenitas que impide a los moscones el acceso al local.
Ahí sigue la vieja vivienda de Correos, la serrería y recorriendo la carretera llego hasta la casa del guarda forestal en cuya explanada se apilaban las casetas para pájaros listas para ser colgadas en las frondosas copas de los pinos. Veo campos de trigo recién segados y las reses bravas paciendo en los inacabables prados de los Montes Universales, los secos ríos de piedras y un par de familias numerosas. Las madres cuchichean de sus cosas y, al tiempo que de vez en cuando se sacuden los tábanos con un sutil manotazo, confeccionan pequeños ramilletes de espliego y recortan flores de manzanilla y las secan al sol. Un montón de niños corretean por el prado sorteando -si no cayendo en ellas- las boñigas de las vacas y construyen una balsa con las ramas secas apiladas en un claro del bosque. A la sombra de los altísimos pinos y abetos, extendida la manta de cuadros, los padres escuchan el parte de las 11:00 en la radio Lavis. Cuando acabe el programa de Luis del Olmo, Protagonistas, sacarán las Dunlop Maxpli y se tirarán unas bolas evitando que caigan al suelo. Al final, restarán un traguito de vino a la vieja bota de cuero que cuelga del retrovisor del 1430 azul turquesa....
España se vacía en su interior. El pueblo huye a la ciudad porque quiere ser, estar, sentir y yo, por contra, quiero dejar de sentir la presencia de los actores y figurantes de la actualidad asfixiante y solo me queda el consuelo de hacer el viaje a mi arcadia agropecuaria, a esa ansiada sensación de ausentarme de todo en un punto lejano, a dieciocho mil kilómetros de aquí o mucho más allá (mucho más acá). Comprar un par de mantecados artesanales o compartir una caña con el Cabo Comandante de Puesto, el Cura y el practicante, que era así como se llamaba en los pueblos a los diplomados en enfermería.
Estoy de acuerdo. Hay que proteger el campo y mimar fiscalmente a los que, con dificultad, sobreviven obteniendo productos de él y de las diversas cabañas que se crían en el medio rural. Es lo único que, tal vez, nos saque de la mala comida y de los malos hábitos alimentarios.
Y una canción del momento, de aquel momento:
https://g.co/kgs/9zsRjZ
La España que se vacia, la España rural de la que procedo, cuanta prosa y poemas inspira.
ResponderEliminarMe ha gustado leerlo.
Saludos.