Volar, desplazarse por vía aérea de un punto geográfico a
otro. Atravesar a catorce mil pies de altitud, por ejemplo, el manto azul que
separa la isla de Mallorca del litoral de Barcelona. Volamos las personas.
Algunos pasajeros embarcan maletas y equipaje de mano y, en el corazón, sus
emociones, sus urgencias, sus alegrías, pero también sus tristezas y sus
tragedias. Cada cual las suyas y yo las mías. Mientras esperamos un embarque que se retrasa más allá de lo
razonable, una pasajera, argentina, se diluye en un llanto contenido. Medio metro por delante la separa de mí. Impotente, sólo mira a su alrededor. Mira sin ver y
chequea constantemente su teléfono móvil. Vuelve a llorar. Habla con alguien al otro lado de la línea telefónica y le pide a su
interlocutor hablar con su padre. Llora y gimotea pese a su esfuerzo por
contenerse. Me apetece prestarme a que me abrace si eso le consuela, pero no me
atrevo: ¿Quién soy yo y qué puedo aportar si no algo más de rubor a su situación?
Otra pasajera que como yo es testigo directo y próximo le ofrece aliento y
consuelo. Me avergüenza no haber sabido hacerlo yo y en el interior del avión se me extravía su
silueta y huye de mi presencia ese dolor que, a juzgar por su angustia, me
parecía irreversible.
En Barcelona, en su sótano, sigo volando..la línea 9
dirección zona universitaria ahorra atascos y todo en modo flash. Sarriá,
exquisita, se abre en carnes, luminosa y peatonal y el viajero va recorriendo
las viejas calles y plazas de su orilla derecha que anduvo en su juventud,
próxima al apeadero de los ferrocarriles de Cataluña. Suena el grimoso chirrido
de las ruedas de hierro contra los raíles al frenar su marcha con el mismo tono
añejo de aquel tren RESERVADO que nos traía y llevaba al colegio de San Cugat
del Valles, estación de San Juan. Pasado el mismo, cuando un voraz túnel lo
engullía y la ciudad lo atrapaba entre sus tripas un imponente silencio reconquistaba de nuevo la plaza y ni siquiera lo interrumpía el liviano taconeo de los
lentos pasos de algún vecino. Muy próximo a la estación estaba el cine Bretón (hoy centro cívico y gimnasio) que bajó el telón y desde hace décadas ya no se proyectan las rancias películas del indios y vaqueros o de melodramas provincianos que solían programarse. Murió
el cine de barrio que, según tengo entendido, en sus últimas sesiones cobijaba exclusivamente aquel otro cine catalogado como X.
Dejo atrás la Foix de Sarriá, con sus golosos escaparates y camino en silencio hasta la plaza Artós. La dinámica comercial de las grandes ciudades ha desterrado de los barrios más singulares cientos de negocios familiares para dejar su espacio a terminales de grandes cadenas y marcas internacionales. Se pierde el carácter y tal vez se gane en producto. Queda alguna vieja mercería y algún bar. Y El Tomás de Sarriá, el prestigioso santuario de las patatas bravas. Su alioli puede llegar a sobrevivir dos o tres digestiones consecutivas.
Abandono pensativo Sarriá y continúo mi visita hasta el cercanísimo barrio de San Gervasio. El tráfico rodado, en horas punta, invita a abandonar el Paseo. Los centenarios palacetes que constituían la residencia familiar de parte de la vieja burguesía catalana han cedido a la presión fiscal y especulativa y han transformado su uso; clínicas, centros de estudios, consulados y división en viviendas multifamiliares. En la calle Mandri, parada obligatoria en el Bar Montesquieu, veterana bodega donde la mugre canalla del paso del tiempo cubría con solera las botellas de Montilla Moriles que poblaban sus estanterías de cristal. Del local que frecuentábamos cuando hacíamos "campana" en los primeros cursos de la carrera de Derecho, tan solo queda el punto kitsch de la decoración del cristal de su puerta de acceso y, gracias a Dios, el sabor auténtico y honesto de sus croquetas de jamón. El comedor ha redefinido el negocio y la calidad de su servicio y cocina lo hacen especialmente recomendable para una buena comida o cena.
Bajando de San Gervasio por la calle Muntaner se ratifica le realidad de la evaporación de librerías, panaderías y tiendas de ropa que no soy capaz de encontrar. Han pasado unos cuantos años, es cierto y tanto el paisaje como el paisanaje se me torna desconocido, casi hostil. Llegando a la Avenida Diagonal, un sol luminoso y una fresca brisa de primavera acompañan los momentos resolutivos de la razón de mi viaje. Una vez más, misión cumplida.
Como broche de oro una exquisita visita al Restaurante Siete Puertas. Pese a la diversidad de las críticas de algunas aplicaciones, el arroz de marisco y pescado sigue brillando a gran altura. El local y el servicio, pese a su nueva orientación y vocación turística, cumple a la perfección y el resultado es altamente satisfactorio.
Adiós, Paloma.
Durante los últimos años su voz, firme y veraz, acompañaba mi despertar con un escueto y fino comentario y un atinado resumen de noticias. Una mañana esa voz se quebró repentinamente y no pudo continuar. Desde ese momento dejó de oírse. Aparentemente recuperada de su mal, volvió a la radio muchos meses después pero aquella no era ya su voz. Tenía que forzarla y sonaba a largas sesiones de logopeda. Su esfuerzo titánico por regresar a su obligación le pasó factura y por segunda vez, otra maldita madrugada, se vio obligada a abandonar el micrófono. Esta vez, desgraciadamente, de forma definitiva. El viernes falleció.
Con una paloma duermo, otra paloma me despertaba.
https://www.youtube.com/watch?v=pMYCOYjIKrEDejo atrás la Foix de Sarriá, con sus golosos escaparates y camino en silencio hasta la plaza Artós. La dinámica comercial de las grandes ciudades ha desterrado de los barrios más singulares cientos de negocios familiares para dejar su espacio a terminales de grandes cadenas y marcas internacionales. Se pierde el carácter y tal vez se gane en producto. Queda alguna vieja mercería y algún bar. Y El Tomás de Sarriá, el prestigioso santuario de las patatas bravas. Su alioli puede llegar a sobrevivir dos o tres digestiones consecutivas.
Abandono pensativo Sarriá y continúo mi visita hasta el cercanísimo barrio de San Gervasio. El tráfico rodado, en horas punta, invita a abandonar el Paseo. Los centenarios palacetes que constituían la residencia familiar de parte de la vieja burguesía catalana han cedido a la presión fiscal y especulativa y han transformado su uso; clínicas, centros de estudios, consulados y división en viviendas multifamiliares. En la calle Mandri, parada obligatoria en el Bar Montesquieu, veterana bodega donde la mugre canalla del paso del tiempo cubría con solera las botellas de Montilla Moriles que poblaban sus estanterías de cristal. Del local que frecuentábamos cuando hacíamos "campana" en los primeros cursos de la carrera de Derecho, tan solo queda el punto kitsch de la decoración del cristal de su puerta de acceso y, gracias a Dios, el sabor auténtico y honesto de sus croquetas de jamón. El comedor ha redefinido el negocio y la calidad de su servicio y cocina lo hacen especialmente recomendable para una buena comida o cena.
Bajando de San Gervasio por la calle Muntaner se ratifica le realidad de la evaporación de librerías, panaderías y tiendas de ropa que no soy capaz de encontrar. Han pasado unos cuantos años, es cierto y tanto el paisaje como el paisanaje se me torna desconocido, casi hostil. Llegando a la Avenida Diagonal, un sol luminoso y una fresca brisa de primavera acompañan los momentos resolutivos de la razón de mi viaje. Una vez más, misión cumplida.
Como broche de oro una exquisita visita al Restaurante Siete Puertas. Pese a la diversidad de las críticas de algunas aplicaciones, el arroz de marisco y pescado sigue brillando a gran altura. El local y el servicio, pese a su nueva orientación y vocación turística, cumple a la perfección y el resultado es altamente satisfactorio.
Adiós, Paloma.
Durante los últimos años su voz, firme y veraz, acompañaba mi despertar con un escueto y fino comentario y un atinado resumen de noticias. Una mañana esa voz se quebró repentinamente y no pudo continuar. Desde ese momento dejó de oírse. Aparentemente recuperada de su mal, volvió a la radio muchos meses después pero aquella no era ya su voz. Tenía que forzarla y sonaba a largas sesiones de logopeda. Su esfuerzo titánico por regresar a su obligación le pasó factura y por segunda vez, otra maldita madrugada, se vio obligada a abandonar el micrófono. Esta vez, desgraciadamente, de forma definitiva. El viernes falleció.
Con una paloma duermo, otra paloma me despertaba.