lunes, 29 de abril de 2019

Barcelona en un flash


Volar, desplazarse por vía aérea de un punto geográfico a otro. Atravesar  a catorce mil pies de altitud, por ejemplo, el manto azul que separa la isla de Mallorca del litoral de Barcelona. Volamos las personas. Algunos pasajeros embarcan maletas y equipaje de mano y, en el corazón, sus emociones, sus urgencias, sus alegrías, pero también sus tristezas y sus tragedias. Cada cual las suyas y yo las mías. Mientras esperamos un embarque que se retrasa más allá de lo razonable, una pasajera, argentina, se diluye en un llanto contenido. Medio metro por  delante la separa de mí. Impotente, sólo mira a su alrededor. Mira sin ver y chequea constantemente su teléfono móvil. Vuelve a llorar. Habla con alguien al otro lado de la línea telefónica y le pide a su interlocutor hablar con su padre. Llora y gimotea pese a su esfuerzo por contenerse. Me apetece prestarme a que me abrace si eso le consuela, pero no me atrevo: ¿Quién soy yo y qué puedo aportar si no algo más de rubor a su situación? Otra pasajera que como yo es testigo directo y próximo le ofrece aliento y consuelo. Me avergüenza no haber sabido hacerlo yo y en el interior del avión se me extravía su silueta y huye de mi presencia ese dolor que, a juzgar por su angustia, me parecía irreversible.



En Barcelona, en su sótano, sigo volando..la línea 9 dirección zona universitaria ahorra atascos y todo en modo flash. Sarriá, exquisita, se abre en carnes, luminosa y peatonal y el viajero va recorriendo las viejas calles y plazas de su orilla derecha que anduvo en su juventud, próxima al apeadero de los ferrocarriles de Cataluña. Suena el grimoso chirrido de las ruedas de hierro contra los raíles al frenar su marcha con el mismo tono añejo de aquel tren RESERVADO que nos traía y llevaba al colegio de San Cugat del Valles, estación de San Juan. Pasado el mismo, cuando un voraz túnel lo engullía y la ciudad lo atrapaba entre sus tripas un imponente silencio reconquistaba de nuevo la plaza y ni siquiera lo interrumpía el liviano taconeo de los lentos pasos de algún vecino. Muy próximo a la estación estaba el cine Bretón (hoy centro cívico y gimnasio) que bajó el telón y desde hace décadas ya no se proyectan las rancias películas del indios y vaqueros o de melodramas provincianos que solían programarse. Murió el cine de barrio que, según tengo entendido,  en sus últimas sesiones cobijaba exclusivamente aquel otro cine catalogado como X.

Dejo atrás la Foix de Sarriá, con sus golosos escaparates y camino en silencio hasta la plaza Artós. La dinámica comercial de las grandes ciudades ha desterrado de los barrios más singulares cientos de negocios familiares para dejar su espacio a terminales de grandes cadenas y marcas internacionales. Se pierde el carácter y tal vez se gane en producto. Queda alguna vieja mercería y algún bar. Y El Tomás de Sarriá, el prestigioso santuario de las patatas bravas. Su alioli puede llegar a sobrevivir dos o tres digestiones consecutivas.



Abandono pensativo Sarriá y continúo mi visita hasta el cercanísimo barrio de San Gervasio. El tráfico rodado, en horas punta, invita a abandonar el Paseo. Los centenarios palacetes que constituían la residencia familiar de parte de la vieja burguesía catalana han cedido a la presión fiscal y especulativa y han transformado su uso; clínicas, centros de estudios, consulados y división en viviendas multifamiliares. En la calle Mandri, parada obligatoria en el Bar Montesquieu, veterana bodega donde la mugre canalla del paso del tiempo cubría con solera las botellas de Montilla Moriles que poblaban sus estanterías de cristal. Del local que frecuentábamos cuando hacíamos "campana" en los primeros cursos de la carrera de Derecho, tan solo queda el punto kitsch de la decoración del cristal de su puerta de acceso y, gracias a Dios, el sabor auténtico y honesto de sus croquetas de jamón. El comedor ha redefinido el negocio y la calidad de su servicio y cocina lo hacen especialmente recomendable para una buena comida o cena.



Bajando de San Gervasio por la calle Muntaner se ratifica le realidad de la evaporación de librerías, panaderías y tiendas de ropa que no soy capaz de encontrar. Han pasado unos cuantos años, es cierto y tanto el paisaje como el paisanaje se me torna desconocido, casi hostil. Llegando a la Avenida Diagonal, un sol luminoso y una fresca brisa de primavera acompañan los momentos resolutivos de la razón de mi viaje. Una vez más, misión cumplida.

Como broche de oro una exquisita visita al Restaurante Siete Puertas. Pese a la diversidad de las críticas de algunas aplicaciones, el arroz de marisco y pescado sigue brillando a gran altura. El local y el servicio, pese a su nueva orientación y vocación turística, cumple a la perfección y el resultado es altamente satisfactorio.




Adiós, Paloma.

Durante los últimos años su voz, firme y veraz, acompañaba mi despertar con un escueto y fino comentario y un atinado resumen de noticias. Una mañana esa voz se quebró repentinamente y no pudo continuar. Desde ese momento dejó de oírse. Aparentemente recuperada de su mal, volvió a la radio muchos meses después pero aquella no era ya su voz. Tenía que forzarla y sonaba a largas sesiones de logopeda. Su esfuerzo titánico por regresar a su obligación le pasó factura y por segunda vez, otra maldita madrugada, se vio obligada a abandonar el micrófono. Esta vez, desgraciadamente, de forma definitiva. El viernes falleció. 

Con una paloma duermo, otra paloma me despertaba.

https://www.youtube.com/watch?v=pMYCOYjIKrE

lunes, 22 de abril de 2019

Te harás mayor

Te harás mayor y tu piel perderá tersura, tus cabellos encanecerán y tu abdomen perderá firmeza. Los dedos de tus manos irán adquiriendo cada día más rigidez. Tu olfato irá despreciando aromas que antes no te molestaban tanto, igual que tu gusto. Se exacerbarán tus odios pero tambien tus afectos y aunque al final la irritabilidad anidará en cada uno de tus poros y se manifestará por pequeñeces con una estúpida contumacia también la sensibilidad aflorará en los momentos más emotivos y llegará a incomodarte la congoja a la que te someterá hasta el punto de obligarte a disimular con banales pretextos  el humedecimiento de tus ojos. 

Te harás mayor y a lo mejor volverás a refugiarte en una fe que te hizo crecer en la confianza de que todo el mundo era bueno, que la Justicia corregía maldades y que otros te resolverían tus problemas.

Te harás mayor y comprobarás que tus sueños van decreciendo en ilusión a medida que vas cumpliendo años. Verás que tu casa no es tan pequeña y que fue un acierto elegir ese barrio para vivir en él. Pensarás que el coche todavía está en buenas condiciones de uso y que la ropa te dura mucho más que cuando eras joven.  Y que te importa cada vez menos la moda. Te comprarás la ropa que te sienta bien y con la que te encuentras a gusto, aunque los pantalones no queden tres dedos por encima de los tobillos ni ajustados a la pantorrilla porque, qué caray, no vas a salir a pescar, en ninguna de sus acepciones; ni la real ni en sentido figurado, ni tardeo ni petardeo. 


Te harás mayor y seguirás escuchando las canciones que siempre te gustaron, las de aquellos discos de vinilo que hojeabas una y mil veces en los cajones de madera de la sección de música de los grandes almacenes y que, tras el arqueo de bolsillo y cartera marrón de cuero, acababas comprándote para grabarlo después en un casette y poder escucharlo en el coche una vez tras otra. Esas mismas canciones que tienes asociadas a momentos y personas que dejaste atrás, como los andenes vacíos de estaciones de tren por las que una vez pasaste y que parecen ahora tan lejanas….

Te harás mayor y vivirás más feliz si actúas conforme a lo que dicte tu conciencia, si eres capaz de entender que tu crédito para discutir se agota. Que a veces es mejor ceder que presionar, que como dice Jaime B. -el hombre que esquivaba los extremismos- en ocasiones hay que renunciar a lo particular en beneficio de lo general; de lo común de la pareja, de la familia...del grupo de amigos. Que se puede discrepar, por supuesto, pero tratando de evitar pugnas estériles por llevar a extremos absurdos argumentos de desencuentro. Será siempre mucho más sensato decir una sola vez sí o no, pero sin elevar el tono, sin levantar la voz. 



Te harás mayor y eso será siempre mejor que ceder ante un diagnóstico inoportuno. Así sea.

https://youtu.be/9kp3N3wQPO0


 

lunes, 15 de abril de 2019

Autómatas

Han salido de sus cajas. Abruptamente cesados en el uso para el que fueron concebidos, ni el polvo ni los muchos años a la sombra de toda luz y contemplación, han mermado un ápice su encanto. Antes al contrario, hoy en día que andamos abducidos por el triunfo de lo virtual y la holografía, capaces de representar y simular  personajes u objetos de lo más variopinto, el hecho físico de tomar entre las manos uno de aquellos juguetes a los que accionaba su movimiento el giro de una llavecita plana unas cuantas vueltas, nos devuelve a tiempos remotos en los que la vida era mucho más sencilla. Era lo que entendíamos por "dar cuerda" e igual servía para  el reloj de pulsera, que para un cochecito conducido por el pato Donald, un trenecito de latón que se desplazaba en un circuito cerrado de vías o un monigote de Charlot que imitaba, a la perfección, su forma de caminar y el movimiento de su bastón.



Estamos y vivimos rodeados de automatismos. El avance tecnológico nos ha llevado a la creencia de que todo lo que envuelve nuestra vida funciona de forma autónoma aunque ya no tenemos necesidad de dar cuerda y a penas a cambiar los pilas de cuarzo ni las de litio.


Nosotros mismos funcionamos como autómatas la mayor parte del tiempo que vivimos. Hay un mecanismo automático que hace que mi mente, dispersa en sueños o pesadillas, según, regrese de madrugada a mi cuerpo yaciente, haga que se abran mis ojos y que fije la atención en los sonidos que entran por el oído izquierdo. Ese mismo automatismo orgánico hace que se disipe la nebulosa del mundo irreal de lo soñado y que cobre su peso la realidad, la que sea en cada momento, en cada amanecer: de ahí ya no te escapas salvo que decidas, con buen criterio, echar un pie a tierra y activar el resto de automatismos de la casa: la cafetera, el grifo de la ducha, el microondas, la nevera....ahí están todos esos objetos de los que vas disponiendo de forma autómata, absolutamente irreflexiva. 

El coche para en la rotonda del cole y el pato Donald recibe o da un beso en la frente. Se apean las escolares y el vehículo sigue su marcha. Me topo -07:24 a.m.- en un semáforo con otro autómata, el bueno de Juan A. Bajamos la ventanilla y le hago el gesto de echar la caña de pescar y recoger sedal:

- Qué? A pescar?
- Sí, sí, claro....

Sigo mi ruta y un nuevo autómata me sale al paso: Jaime B. -el hombre que esquivaba los soportales de Jaime III-. En el coche, el automático repaso de la actualidad local. Tronchante, si no fuera porque es dramática, hasta llegar a Cort donde una risotada incontenible marca el final de trayecto compartido.

Hay muchos más autómatas cotidianos con los que me cruzo -todos los días los mismos a la misma hora y en idénticos trayectos, día tras día- y que caminan con firmeza pero siempre con la vista pegada a una pantallita.

Llego al despacho, enciendo los ordenadores, pongo en marcha la radio y en lo que tecleo automáticamente las claves de acceso, escucho con más pereza que ganas las frases más destacadas de la jornada....Esto es; pereza y hasta un grado que me lleva indefectiblemente a oír como una lejana e insufrible perorata los  ruidos y sonidos que emiten esos muñecos a los que el calendario electoral parece haber dado cuerda y hablan y hablan y hablan.....y no dicen nada.


https://youtu.be/NzGWI2zjLt8

lunes, 8 de abril de 2019

La España vaciada

Con la que nos cae a diario en nuestras vidas, lo que tenemos que aguantar, en general todos los ciudadanos, en ocasiones quisiera ausentarme definitivamente de todo y poner tierra o mar por medio; huir de la agria actualidad que entra  cada minuto en cualquiera de los dispositivos electrónicos, propios o ajenos, por cada uno de sus poros, por cada píxel. 

Mi ideal, casi utópico y por tanto irrealizable, sería acabar mi viaje en las Islas Cook, un archipiélago en medio del Pacífico, al noroeste de Nueva Zelanda; el infinito, pero mucho más allá. Lo suficientemente lejano e inaccesible como para que la distancia y lo complejo del viaje resultaran definitivos para resistir la tentación de volver.

Con ese viaje sin retorno llevo amenazando a mis propios desde hace unos años y de vez en cuando tengo que soportar la sorna:

- Pero, ¿no te ibas a largar a Nueza Zelanda? (mientras quien esto dice sigue tecleando el móvil con sus dedos pulgares sin levantar siquiera la vista de la pantallita)

Pues ojo que rascando simultáneamente bolsillo y mapa cada cual puede descubrir su Nueva Zelanda, es decir su paraíso extraviado, en cualquier rincón. La costa norte de Galicia, con sus abruptos acantilados podría servirme. Podría disfrutar con los berberechos, almejas y palometas rojas de Cedeira y además no resultaría nada áspero, culturalmente hablando. Pero tendría que soportar, al final, la facilidad de acceso a toda la información y para eso ya me quedo donde estoy y cuando tenga mono gastronómico, pego un brinco. (Ya noto los primeros síntomas y en cualquier momento me lanzo)

Existen, sin embargo, pequeños rincones que conocí hace unos cuantos años. Me iría a vivir a un pueblecito de Teruel, por ejemplo, siempre y cuando se dieran las circunstancias que ahora se ventilan a través de un nuevo término mediático; la España vaciada.

Accedo con el guguelerz  a la provincia, me acerco a ese pequeño puntito  "urbano" hasta  que puedo pinchar en la barra del margen derecho el monigote del estritviu y ahí se me aparece tan real como próximo: la plaza del pueblo donde se monta el mercadillo, la carnicería-hostal de las hermanas Espinosa (a las que mi padre llamaba con su coña andaluza, las hermanas colorás o las  carnestolendas), el bajo comercial ahora cerrado a cal y canto que en los 70 albergaba el cortíngles local, con el inconfundible aroma de los ultramarinos de la época y donde podía comprarse desde un cepillo de dientes, pasando por unos Lois y un cazamariposas, hasta una cosechadora. 

Me sentaría en la terracita de la Plaza del Ayuntamiento con las fuerzas vivas o me llegaría hasta la fuente del gallo a refrescar el gaznate con ese agua ferruginosa que incluso en verano parece recién salida de la nevera y es capaz de romperte los dientes de fría que está.

Me refugiaría en alguno de aquellos pequeños cafés -un cortado de leche fría y un optalidón- de cuyo dintel de la puerta de entrada cuelga una persiana de cadenitas que impide a los moscones el acceso al local.

Ahí sigue la vieja vivienda de Correos, la serrería y recorriendo la carretera llego hasta la casa del guarda forestal en cuya explanada se apilaban las casetas para pájaros listas para ser colgadas en las frondosas copas de los pinos. Veo campos de trigo recién segados y las reses bravas paciendo en los inacabables prados de los Montes Universales, los secos ríos de piedras y un par de familias numerosas. Las madres cuchichean de sus cosas y, al tiempo que de vez en cuando se sacuden los tábanos con un sutil manotazo, confeccionan pequeños ramilletes de espliego y  recortan flores de manzanilla y las secan al sol. Un montón de niños corretean por el prado sorteando -si no cayendo en ellas-  las boñigas de las vacas y construyen una balsa con las ramas secas apiladas en un claro del bosque. A la sombra de los altísimos pinos y abetos, extendida la manta de cuadros, los padres escuchan el parte de las 11:00 en la radio Lavis. Cuando acabe el programa de Luis del Olmo, Protagonistas, sacarán las Dunlop Maxpli y se tirarán unas bolas evitando que caigan al suelo. Al final,  restarán un traguito de vino a la vieja bota de cuero que cuelga del retrovisor del 1430 azul turquesa....

España se vacía en su interior. El pueblo huye a la ciudad porque quiere ser, estar, sentir y yo, por contra, quiero dejar de sentir la presencia de los actores y figurantes de la actualidad asfixiante y solo me queda el consuelo de hacer el viaje a mi arcadia agropecuaria, a esa ansiada sensación de ausentarme de todo en un punto lejano, a dieciocho mil kilómetros de aquí o mucho más allá (mucho más acá). Comprar un par de mantecados artesanales o compartir una caña con el Cabo Comandante de Puesto, el Cura y el practicante, que era así como se llamaba en los pueblos a los diplomados en enfermería. 

Estoy de acuerdo. Hay que proteger el campo y mimar fiscalmente a los que, con dificultad, sobreviven obteniendo productos de él y de las diversas cabañas que se crían en el medio rural. Es lo único que, tal vez, nos saque de la mala comida y de los malos hábitos alimentarios.

Y una canción del momento, de aquel momento:

https://g.co/kgs/9zsRjZ

lunes, 1 de abril de 2019

Sois muy buenos.

De entrada voy a tener que reconocer que sí, que mi opinión está fuertemente contaminada por el afecto personal y por mi ya casi indisoluble vínculo profesional y emocional con el Cuerpo. Ni puedo negarlo ni quiero evitarlo.

Hace justamente veinte años, un día de marzo me vestí mi uniforme de presentación: pantalón y guerrera verdes, camisa y guantes blancos y corbata negra y al tiempo que subía las escaleras que llevaban al despacho del Jefe de la Comandancia, acompañado por una Guardia, un indisimulable nerviosismo entorpecía mi pasos. Los escalones hasta la segunda planta se me hicieron interminables y mi corazón palpitaba por encima de sus pulsaciones habituales.

A la espera de que me recibiera el Coronel, un por entonces joven Comandante (próximo a mi edad) Jaime B.H. - siguiendo estrictamente el protocolo, según experiencias sucesivas me han hecho saber- me atendió muy amablemente en su despacho y pudimos charlar brevemente. Su cara expresaba cierta incredulidad y mucha sorpresa al enterarse de que un tipo uniformado con "otros verdes" había sido destinado a la Guardia Civil de Baleares y que llegaba aquella mañana de marzo de 1999 a  efectuar su presentación a no se sabía muy bien qué hacer allí.

Costó un poco arrancar y prácticamente nada adaptarse a un puesto que iniciaba un tanto hueco de contenido en un organismo que, como he comprobado con los años,  es poco dado a los cambios radicales. En unos meses, el proceso de descentralización de la gestión económica fue cobrando peso y volumen y fueron dándose suficientes motivos y circunstancias como para considerar que había que remangarse y empezar a echar el resto, darlo todo y convertirse en uno más de ese equipo humano, como suele decirse, inasequible al desaliento.

Han pasado veinte años. Ha habido momentos muy  difíciles, episodios luctuosos; naturales o motivados por accidentes unos y criminal otro (el atentado de Palmanova señala un momento de la Guardia Civil de Baleares muy difícil de olvidar) y actuaciones donde he podido comprobar la valía de estos profesionales, de su entrega absoluta al servicio a los ciudadanos. Sois muy buenos, de verdad.

He contemplado desde el interior la preparación, la planificación y la ejecución del servicio, intentando aportar, cuando se me ha requerido, mi granito de arena, mi criterio en el ámbito de mi competencia -exclusivamente- . Los he visto sufrir cuando las cosas no iban bien, cuando la fatiga y las dificultades entorpecían sus labores. He vivido junto a muchos de ellos misiones y trabajos donde tenían que desarrollar todo su potencial de servicio; en tierra, por mar y por aire y hemos compartido momentos ingratos y dolorosos pero también muy gozosos, envueltos en el compañerismo y familiaridad de lo que encierra la definición  y filosofía de la Casa-Cuartel.

En el ámbito general, apartándome un poco de mi visión particular, la sociedad sabe perfectamente de lo que es capaz la Guardia Civil porque durante nuestra cotidiana existencia exhibe - sin cacareo- muestras suficientes de su eficacia y sacrificio. Especialmente con motivo de catástrofes naturales, incendios, accidentes aparatosos, sucesos extraordinarios y graves alteraciones del orden público. 

Detrás del brillo de sus unidades  más exitosas, de sus logros y de la púrpura que algunas veces cobra, no podemos olvidarnos de otros servicios y especialidades que contribuyen de manera especial para que todo eso sea posible. Sin ellos sería difícil alcanzar los objetivos. De todo género y condición: los servicios de apoyo, los conductores, los integrantes de cada una de las secciones de las planas mayores, los "burocráticos",  hasta la imprescindible figura del Cajero Pagador: la entrega en tareas que inicialmente no destacan por su vistosidad pero sin las cuales nada sería los mismo. 

Si bien en un primer momento creí que no iba a poder soportar la información y seguimiento del Juicio al "procés", al final me he enganchado y los interrogatorios matutinos  suenan de fondo en mi despacho todos los días que hay declaraciones de testigos. La razón de esta atracción ha sido la exposición de los diversos testimonios de los Guardias Civiles  que han puesto luz y precisión sobre los hechos  y altercados de septiembre y octubre del año 2017, de las barbaridades y penurias que tuvieron que pasar los que todo eso vivieron; del asedio a las Casas Cuartel de Cataluña,  a los hoteles y barcos donde se alojaban, de las amenazas, de la agresividad, de los golpes, de los insultos y de las mentiras y todo ello con la enorme capacidad de sufrimiento y paciencia de la que hicieron gala, aunque algunos no lo crean. (conociéndoles como conozco a muchos de esos Guardias, viéndoles cara a cara los días anteriores a su marcha, no lo saben bien y no se lo pueden ni imaginar) 

Una de las cosas que más me gustó de mi estancia en Herat (Afganistán) fue la proximidad de mi despacho con el "Cuartel de la Guardia Civil", el contacto permanente con los compañeros Guardias, las tareas compartidas y el rigor con el que, a tantos kilómetros de distancia y en las condiciones de vida de la misión, llevaron a cabo su cometido, como si fuera un Puesto más del territorio nacional.

Cuando siendo niños veíamos una película del Oeste y temíamos que los indios pudieran lograr sus objetivos, sonaban de lejos las cornetas del Séptimo de Caballería y los soldados "azules" del General Custer llegaban a tiempo para salvar a la población. Ahora aquellos soldados azules se me aparecen con un tricornio y uniformados de verde (y de todos los actores de esa Sala, sabría decidir perfectamente a quién otorgar el papel del General Custer).

La Guardia Civil cumple 175 años de existencia y me siento tremendamente orgulloso de haber compartido con ellos los últimos veinte. Aunque tengo recuerdos y objetos que ratifican que ya desde pequeñito salía de "correrías" o de patrulla por los pasillos de casa, con los soldados del General Custer.



 Feliz cumpleaños y larga vida a la Guardia Civil!!!

https://youtu.be/zHH3Ul9jazI

Nombres que remueven la memoria

La primera que yo recuerdo fue una pequeña y coqueta Iberia blanca. Sobre una de las encimeras de la cocina, resultaba muy atractivo para in...