Llega a un punto la vida en el que conviene rebajar el ruido exterior o aislarse de él y mirarse hacia adentro, sondear en nuestro interior y reflexionar sobre asuntos para los que el ritmo diario no encuentra fácil acomodo. Ese momentito de ensimismamiento que prosigue al último traguito del café con leche matutino que me obliga a elevar la vista y toparme con las baldosas blancas de la cocina (mira que le dijiste bien clarito al jefe de obra que no querías la maldita cenefa de frutitas y de eso han pasado ya más de veinte años). Se te ocurre coger el rotulador y escribir, en una de esas baldosas, la frase que debe leer la siguiente en turno de desayuno. Un post-it de tinta deleble con un mensaje de puño y letra y el esbozo torpe de un beso o de una flor, según.
Comienza el día y dejas que la cabeza, además de ordenar los pasos de tus pies y los gestos de tus manos, ordene también las inquietudes internas y que el murmullo de tus temores jamás se refleje en la fachada exterior, en tu cara.
- ¿Cómo estás? me pregunta Jaime B. (el hombre que esquivaba la cartelera) nada más subirse a mi coche en la calle Caro.
- No me puedo quejar.
- Siempre me contestas lo mismo- replica resignado.
Es cierto. Esta y no otra suele ser siempre mi respuesta cuando alguien me pregunta. Y es sincera y sentida. Realmente, sin entrar en mucho detalle, no me puedo quejar, no debemos quejarnos. Basta con echar un vistazo a lo más próximo y cotidiano y resulta muy habitual toparse con la crudeza con que la vida y las circunstancias azotan a otros seres. Cada cual lleva su propia palmatoria y salvo contadas excepciones, solo la discreción intencionada y el pudor vetan a los demás el conocimiento de los temores y el nombre de los demonios que habitan en las mentes de familiares y amigos de nuestro entorno íntimo, aunque la fachada, la cara, es el reflejo del alma y por mucho que trate de disimularse es complicado huir del todo de un mal momento personal sin dejar huella.
- Siempre me contestas lo mismo- replica resignado.
Es cierto. Esta y no otra suele ser siempre mi respuesta cuando alguien me pregunta. Y es sincera y sentida. Realmente, sin entrar en mucho detalle, no me puedo quejar, no debemos quejarnos. Basta con echar un vistazo a lo más próximo y cotidiano y resulta muy habitual toparse con la crudeza con que la vida y las circunstancias azotan a otros seres. Cada cual lleva su propia palmatoria y salvo contadas excepciones, solo la discreción intencionada y el pudor vetan a los demás el conocimiento de los temores y el nombre de los demonios que habitan en las mentes de familiares y amigos de nuestro entorno íntimo, aunque la fachada, la cara, es el reflejo del alma y por mucho que trate de disimularse es complicado huir del todo de un mal momento personal sin dejar huella.
Suelo acudir a mi Parroquia los domingos por la tarde, cuando la luz mortecina de las horas finales del día acompaña, como un cortejo fúnebre, al último hálito de asueto y de libre albedrío, antes de asumir, con cierta resignación, que la voluntad ajena y las obligaciones profesionales volverán a marcar nuestro ritmo en unas pocas horas. Precedido de una numerosa pandilla de monaguillos (cardenalitos pequeños) toma su lugar el joven Párroco -joven pese a que probablemente ronde los sesenta y visto lo visto en la mayoría de las Parroquias a las que asisto, este lo es-. Es un hombre afable, habla con ritmo muy pausado, resulta convincente en su palabra y es riguroso en la ejecución de la Eucaristía. Favorece con su verso la generación del vínculo adecuado entre los feligreses y el altar, presidido por una composición tridimensional de una figura de Jesucristo levitando a escasos metros de su Cruz. Es una interpretación artística alegórica de la resurrección que raya la perfección por su sencillez. Habla con temple a sus hermanos, mirándonos a la cara. No esconde su mirada tras el atril ni la fija exclusivamente sobre el sagrado texto ni extiende tembloroso un dedo índice acusador sobre los pecadores, como he visto en esta misma Iglesia. Cierra su homilía con una frase inapelable:
"No deberíamos buscar el dinero y a Dios al mismo tiempo. No lo soportariamos"
Los parroquianos somos los habituales de cada domingo a esa misma hora. Muchos, conocidos entre sí; familias con niños, familias con hijos adolescentes, parejas jóvenes, de mediana edad y mayores, ancianos solos, solas o acompañados de cuidadores. Somos gente a la que nos resulta indiferente lo que piensen de nosotros por profesar esa fe que nos empuja hasta la puerta de la Parroquia y, seguramente, desde sus bancadas hasta nuestro propio interior. Los mejores de esos asistentes son, seguramente, mucho más piadosos y misericordiosos y no les afecta, además, que les insulten y que cuatro mamarrachos ofendan los símbolos de su fe y desprecien esa supuesta debilidad intelectual o tara. No queda nada bien mostrarla en según que sociedad y suele ser objeto de befa y de burla porque sale absolutamente gratis. Y no está de moda. Es mucho más cool dejarse abducir por otras religiones y otras culturas que normalmente no se conocen profundamente y a las cuales es más peligroso atacar y ofender. Y lo bien que queda tatuarse unos versitos en lengua árabe en el brazo o en un costado...y decir que es una frase del Corán.
Afortunadamente la fe no reside en unos trazos de tinta sobre la piel; está en el interior y como dice el Párroco, "Dios está ahí siempre".
Aunque no vengas, aunque no vayas a comprobarlo. Él siempre está. Creo.
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