lunes, 4 de febrero de 2019

Con muy poquito soy feliz

Tocaba cerrar enero, mis vacaciones y mi playa con la dignidad y respeto que se merecen.  Ese era el plan previsto para la última semana, pero llegó Gabriel y dictó su sentencia: fuertes vientos con rachas de hasta 120 kilómetros por hora, cielos cubiertos por negros nubarrones, alguna que otra llovizna y, por consiguiente, tiempo para dedicar a esas gestiones domésticas, bancarias, administrativas para las que nunca encontramos el momento adecuado.

No obstante, diré que no me puedo quejar. A pesar de ir a contrapelo del resto de la humanidad, enero es un buen mes para tomar las vacaciones no agotadas del año anterior. Es el mes en que, en mi casa, mejor y más sano se come y se cena. Sin excesos y sin echar por la borda el esfuerzo que requiere remontar su famosa cuesta. Y el tiempo cunde mucho más de lo que pueda imaginarse siempre y cuando las seis y media de cada día te pillen  ya con los dos pies en el suelo.

Me he entregado a una gastronomía de invierno; de tradicional y vieja cazuela de barro, de salsas trabadas y cocciones profundas, de aromas de hierbas y sazones tradicionales, de verduras confitadas a baja temperatura. De caldos y potajes en los que sumergir con fundamento el cucharón y desprender, casi en llamas, espesos y cuajados sabores. La cocina, a veces, hace que pierda la noción del tiempo y que acabe atropellándome el tranvía. Y me gusta la llama porque se aprecia y se puede graduar su altura y dejarla, cuando toca, a una expresión mínima, a un latido lento y paciente. 




Cuando la conexión con Melbourne no era prioritaria ni interesante, acelerón y mochila de playa. Al sur de mi playa hay una cala solitaria, máxime en esta época del año. Está frente a dos mares enfrentados y al fondo, el contraluz del sol recorta la silueta de una pequeña isla. Rompen las olas entre sí, frente a la orilla y sin embargo, apenas acarician muy suavemente  las rocas. Es, con las calmas de enero, el lugar adecuado para sentirse, en solitario, el hombre más poderoso y feliz del mundo. No hay arena, solo rocas abruptas y muchos guijarros y el acceso al baño es un tanto complicado. No es bonita desde el agua y sin embargo, su orientación sur hace disfrutar de una vista natural y salvaje:





Cuando la ola ya se retira,
el mar resbala despacito,

colándose entre los guijarros

y sonando, liviano, a calderilla
como aquellos céntimos viejos
que hacían sonar en sus bolsillos,
los camareros del antiguo café

Si hoy todavía fumara
dejaría caer un cigarrillo 
desde la comisura de mis labios, 
y cerraría mis ojos,
desafiando al viento y al sol.
Probablemente parecería
el hombre más feliz del mundo.
(Y tal vez lo sería)


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