Tocaba cerrar enero, mis vacaciones y mi playa con la dignidad y respeto que se merecen. Ese era el plan previsto para la última semana, pero llegó Gabriel y dictó su sentencia: fuertes vientos con rachas de hasta 120 kilómetros por hora, cielos cubiertos por negros nubarrones, alguna que otra llovizna y, por consiguiente, tiempo para dedicar a esas gestiones domésticas, bancarias, administrativas para las que nunca encontramos el momento adecuado.
No obstante, diré que no me puedo quejar. A pesar de ir a contrapelo del resto de la humanidad, enero es un buen mes para tomar las vacaciones no agotadas del año anterior. Es el mes en que, en mi casa, mejor y más sano se come y se cena. Sin excesos y sin echar por la borda el esfuerzo que requiere remontar su famosa cuesta. Y el tiempo cunde mucho más de lo que pueda imaginarse siempre y cuando las seis y media de cada día te pillen ya con los dos pies en el suelo.
Me he entregado a una gastronomía de invierno; de tradicional y vieja cazuela de barro, de salsas trabadas y cocciones profundas, de aromas de hierbas y sazones tradicionales, de verduras confitadas a baja temperatura. De caldos y potajes en los que sumergir con fundamento el cucharón y desprender, casi en llamas, espesos y cuajados sabores. La cocina, a veces, hace que pierda la noción del tiempo y que acabe atropellándome el tranvía. Y me gusta la llama porque se aprecia y se puede graduar su altura y dejarla, cuando toca, a una expresión mínima, a un latido lento y paciente.
Cuando la conexión con Melbourne no era prioritaria ni interesante, acelerón y mochila de playa. Al sur de mi playa hay una cala solitaria, máxime en esta época del año. Está frente a dos mares enfrentados y al fondo, el contraluz del sol recorta la silueta de una pequeña isla. Rompen las olas entre sí, frente a la orilla y sin embargo, apenas acarician muy suavemente las rocas. Es, con las calmas de enero, el lugar adecuado para sentirse, en solitario, el hombre más poderoso y feliz del mundo. No hay arena, solo rocas abruptas y muchos guijarros y el acceso al baño es un tanto complicado. No es bonita desde el agua y sin embargo, su orientación sur hace disfrutar de una vista natural y salvaje:
Cuando la ola ya se retira,
el mar resbala despacito,
el mar resbala despacito,
colándose entre los guijarros
y sonando, liviano, a calderilla
como aquellos céntimos viejos
que hacían sonar en sus bolsillos,
los camareros del antiguo café
los camareros del antiguo café
Si hoy todavía fumara
dejaría caer un cigarrillo
desde la comisura de mis labios,
y cerraría mis ojos,
desafiando al viento y al sol.
Probablemente parecería
el hombre más feliz del mundo.
(Y tal vez lo sería)
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