Pasaban las semanas y todo transcurría con la rutina habitual. Bueno, esa rutina que proporciona el recorrido diario de una montaña rusa de la que no se conocen, en el momento de partir del andén, ni sus rampas, ni sus curvas, ni sus caídas porque se van descubriendo cada palmo, cada metro, cada minuto.
Sonaba todas las mañanas el teléfono de mi despacho. En la pantallita -escueto- "AYUDANTE".
- A sus órdenes, mi Comandante. Ya está el Coronel en su despacho - informaba Juan con su discreto acento canario-.
- voy para allá, Juan, muchas gracias.
Mi despacho es el más lejano y por tanto, tras la ronda de llamadas, solía ser el último en llegar al del Jefe. Simultáneamente a la apertura de la puerta, mi saludo protocolario de buenos días.
- Bon día, estimat. Pasa
Y, todo de una, nos subíamos al vagón de la cotidiana y rutinaria montaña rusa y empezaba el vertiginoso recorrido por las diversas novedades que cada cual aportaba al debate inicial de cada mañana. De lo más variado y singular en ocasiones: hechos delictivos, actuaciones, incidentes, cuestiones relativas al personal, reuniones, noticias de la prensa y un largo sinfín de todo lo que puede ocurrir de un día para otro, en el ámbito amplio de la seguridad ciudadana, en todo el archipiélago; en sus islas y en sus mares.
Y cuando la ocasión lo requería o cuando tocaba mi turno, con una mirada alzada me preguntaba y en el mismo lenguaje yo respondía. No hemos necesitado, a veces -la mayoría-, ni cruzar una sola palabra para conocer y resolver. Fácil.
Hace ya veinte años fue él quien me recibió el día que me presentaba en mi nuevo destino. Cuando se puso de pie, detrás de su mesa, ya advertí que no se gastaba un chasis pequeño. Con fuerza y firmeza estrechó mi mano y, pasados los años, he comprobado que esos eran los rasgos propios de su manera de ser y de la manera de ejercer su profesión en las distintas etapas en las que hemos trabajado juntos.
En este tiempo hemos vivido momentos muy satisfactorios –es de los que trabajan y dejan trabajar sin interferir para nada en los grupos y equipos, si los resultados acompañan esa gestión– pero también hemos pasado momentos especialmente duros, salvajes. El peor, sin duda, el canalla y cobarde atentado en el que asesinaron a los guardias Diego Salvá y Carlos Sainz de Tejada en Palmanova. La mañana en que se velaban sus cadáveres en la capilla ardiente del Palacio de la Almudaina y se celebraba el posterior funeral en la Catedral, junto con el Cabo Palou, desde la oficina del escribiente de Jefatura, los seguíamos atentos al monitor de televisión, amargamente compungidos y tragándonos las lágrimas sin mirarnos. Ese día comprendí mejor que nunca el verdadero significado de la expresión "rabia e impotencia". No ha sido la única vez, desgraciadamente, que he visto a ese grandullón desmadejarse de tristeza por la muerte de un compañero, independientemente de su rango y condición.
Los últimos cinco de esos veinte años he tenido el placer de trabajar, desde el ámbito de mi gestión y más allá, remangándonos ambos cuando estaba en juego el interés y beneficio para la Guardia Civil de Baleares y la mejora de las condiciones de sus medios, de sus bienes y de sus guardias.
Desgraciadamente, los trágicos acontecimientos de la semana pasada han evitado que se despediera de una manera lánguida y tediosa, viendo el reloj y el calendario esperando que pasaran las horas y los días. Las catastróficas riadas de San Llorenç des Cardassar, Artá y S'Illot, le han permitido encabezar el dispositivo de casi medio millar de sus guardias y dirigir personalmente todas las actuaciones de evacuación, búsqueda de desaparecidos, localización de vehículos arrastrados por toneladas de barro, etc... No podía ser de otra manera. Una semana de servicio ininterrumpido para culminar una vida entregada a la Guardia Civil sin reivindicar ni un solo minuto para resaltar su lucimiento personal. Todo lo contrario, elevando la voz para ensalzar la labor de sus hombres y mujeres de verde.
Acabo de pasarle la última firma, tanto electrónica como en papel. Nos hemos mirado a los ojos y la mirada, empañada, se ha extraviado en algún recodo de este camino de veinte años que hemos recorrido juntos.
En este tiempo hemos vivido momentos muy satisfactorios –es de los que trabajan y dejan trabajar sin interferir para nada en los grupos y equipos, si los resultados acompañan esa gestión– pero también hemos pasado momentos especialmente duros, salvajes. El peor, sin duda, el canalla y cobarde atentado en el que asesinaron a los guardias Diego Salvá y Carlos Sainz de Tejada en Palmanova. La mañana en que se velaban sus cadáveres en la capilla ardiente del Palacio de la Almudaina y se celebraba el posterior funeral en la Catedral, junto con el Cabo Palou, desde la oficina del escribiente de Jefatura, los seguíamos atentos al monitor de televisión, amargamente compungidos y tragándonos las lágrimas sin mirarnos. Ese día comprendí mejor que nunca el verdadero significado de la expresión "rabia e impotencia". No ha sido la única vez, desgraciadamente, que he visto a ese grandullón desmadejarse de tristeza por la muerte de un compañero, independientemente de su rango y condición.
Los últimos cinco de esos veinte años he tenido el placer de trabajar, desde el ámbito de mi gestión y más allá, remangándonos ambos cuando estaba en juego el interés y beneficio para la Guardia Civil de Baleares y la mejora de las condiciones de sus medios, de sus bienes y de sus guardias.
Desgraciadamente, los trágicos acontecimientos de la semana pasada han evitado que se despediera de una manera lánguida y tediosa, viendo el reloj y el calendario esperando que pasaran las horas y los días. Las catastróficas riadas de San Llorenç des Cardassar, Artá y S'Illot, le han permitido encabezar el dispositivo de casi medio millar de sus guardias y dirigir personalmente todas las actuaciones de evacuación, búsqueda de desaparecidos, localización de vehículos arrastrados por toneladas de barro, etc... No podía ser de otra manera. Una semana de servicio ininterrumpido para culminar una vida entregada a la Guardia Civil sin reivindicar ni un solo minuto para resaltar su lucimiento personal. Todo lo contrario, elevando la voz para ensalzar la labor de sus hombres y mujeres de verde.
Acabo de pasarle la última firma, tanto electrónica como en papel. Nos hemos mirado a los ojos y la mirada, empañada, se ha extraviado en algún recodo de este camino de veinte años que hemos recorrido juntos.
Un placer, mi Coronel, mi amigo Jaime B.
P.D. la casualidad, caprichosa, ha hecho coincidir esta despedida con la de nuestros compañeros Rafa A. y José Luis B. con los cuales también he compartido este benemérito recorrido -íntegramente en el caso de Rafa-. Siento un tremendo bocado en mi estado de ánimo pero seguiremos en el camino. Esto duele, pero no se para, no hay que detenerse. Un abrazo.
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