Me duele todo, gracias a Dios. Digo esto
porque después de una prolongada ausencia de cuatro meses de las pistas de
tenis, esta semana pasada he regresado a ellas por partida doble: martes y
sábado. Rescaté el raquetero del trastero, abrí un bote de pelotas nuevas -la
fragancia que despide la liberación del aire contenido a presión en el interior
del bote me evoca recuerdos muy lejanos- y volví a pisar la arcilla roja de la
pista 3 del Fortí. Primero fue con mi amigo y compañero Antonio V. al que
no has de fiarle el más mínimo descuido porque llega a todas las bolas. Los
cientos de kilómetros que acumula semanalmente en sus piernas por sus rutas
ciclistas por la isla le han proporcionado un fondo físico que lo convierte en
inexpugnable. Está hecho un chaval y ahuyenta sus quejíos granaínos a
golpe de pedal y claro, luego en la pista no hay manera. Gracias compañero.
El sábado me levanté muy tempranito.
Apuntaba un día soleado y de excelente temperatura. El otoño, en Mallorca,
puede ser cualquier mañana o cualquier tarde pero nos movemos todavía en
valores casi veraniegos. Así, el jueves pude apaciguar mi alma en mi querida
orilla y gozar de un plácido vaivén de microscópicas olas que jugaban
inocentemente bajo las plantas de mis pies mientras un furtivo cormorán llenaba
su buche con minúsculos pececillos visibles a simple vista desde mi silla
plegable. En el iPod, Al Jarreau se encargaba de poner sonido aunque el
murmullo de la escena al natural ya quedó reflejado en un vídeo que algunos
destinatarios calificaron como muy estresante con muchas eses.
Cuando Pepe L.Y. toma la raqueta también se olvida de los males que corroen su moral fuera del vallado y si en algún momento llega a ver peligrar el punto, alarga el gesto hacia atrás y suelta el brazo acompañando a la bola como un proyectil. En esos momentos es cuando me doy cuenta de que me costará recuperar mi fondo de armario del tenis, pero en un par de semanas volveré a mis niveles extraviados entre el quirófano y la orilla.
Antes de entregarme al gozo de la raqueta, la obligación. Me engancho a la suela de acero y vapor y comienzo a recorrer toda la geografía textil de mi casa: recorriendo la más variada gama de pantalones, camisas, camisetas, servilletas, etc. Las arrugas van cediendo al implacable avance de la plancha mientras mi mente viaja a ritmo pausado y templado sobre las inquietudes que me acechan y los ruidos estridentes de la actualidad. Escuchar informaciones sobre las tesis y sus plagios, sociedades interpuestas, trampas y tramposos, casoplones no declarados o adquiridos de maneras extravagantes con la excusa boba que es la única manera de poder comprar una vivienda así en Europa... ¿Qué? ¿Cómo? ¿Entonces significa eso que los que acudíamos con más miedo que vergüenza a un Banco a hipotecar veinticinco o treinta años de nuestras vidas, de nuestros sueldos, éramos tontos? ¿Es eso? ¿Es que no hay ni hubo decencia como para haber actuado conforme a la ley y sin trampas? ¿Es que no hay gente honesta que, con sus dificultades y privaciones, haya sido capaz de andar el camino sin tomar atajos prohibidos? Ni rebozo ni rubor. Y se quedan tan anchos.
Visto el panorama trataré de dejar de lado la soez carga de mentira y falsedad
y me enfrento esa luminosa mañana de sábado a Pepe y su gesto largo de
drive. A mí me tocará correr a por la bola y devolvérsela.
Después de jugar yo, por la tarde acudo a la cita anual con las viejas leyendas del tenis de hace menos de una década: Martina Hingis, Tommy Haas, Juan Carlos Ferrero, Carlos Moyá, Alex Corretja... cómo corre la bola, mucho más que en la tele.
Y lo que queda, eso, que me duele todo pero que es una suerte comprobar que después de la lluvia acaba saliendo el sol y que después del prolongado parón de cuatro meses, los abductores, los aductores, el hombro y las piernas acusan la vuelta a la actividad, gracias a Dios.
En un par de semanas, de nuevo a tope. Venga, vamos, saca tú!
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