lunes, 9 de julio de 2018

Donde terminaba el mar


Siguiendo escrupulosamente recomendaciones facultativas me apoltroné junto a la orilla de Illetas y dejé que el iPod fuera volcando sobre mis oídos todas las canciones de los Smiths que iban cayendo como un goteo incesante. Un inconfundible aroma ochentero se apoderó de mi rácana capacidad de resistencia y caí, rendido, en una placentera desconexión neuronal. El sopor y la música me transportaron a la ruta que llega hasta la ferrolana playa de Doniños. Supongo que, junto con otros muchos grupos del british pop de aquellos brillantes años de la música, formaba parte de la banda sonora frecuente en aquellos trayectos vespertinos que, serpenteando entre hortensias, desembocaban en una mar, a menudo muy arbolada en su pleamar o serena y apacible en la lejana orilla de su bajamar. El escenario quedaba encuadrado entre Punta Penencia y la lejana Santa Comba. El horizonte,  encuentro de cielo y mar, se diluía a veces en una espesa bruma que vaticinaba cambio de tiempo. Parapetado entre las dunas disfrutaba de sol, mar y la música de Radio 3 que sonaba en la vieja Grundig Micro Boy. El intenso perfume de algas se mezclaba con los suaves matices del aroma del carrizo al calor del sol. El desplazamiento hasta las primeras olas llevaba un ratito de caminata y la memoria flash quedaba atrapada por la sintonía de This Charming man.


He leído el pasado fin de semana en un titular digital que Ferrol prolonga su lenta agonía y que su viejo centro se queda sin población, sin locales comerciales, sin vida. Ferrol Vello languidece añorando su bullicioso pasado y ahora se está quedando también sin niños. La mayoría de sus vetustas casas, engalanadas con  miradores acristalados, amenazan ruina y no hay jarabe que cure sus males. Cuánto misterio e historia encierran esos balcones solamente habitados ahora por fantasmas del pasado. Los adoquines de la calle Real están quedando huérfanos de pisadas y un halo de melancolía resbala lentamente entre las grietas de sus fachadas. 


Cuando regresábamos de las dunas, después de dejarnos revolcar por violentas olas a cuerpo limpio, nos faltaba tiempo para maquearnos y saltar a sus calles. Era la hora de los primeros cortos y la ciudad transpiraba una efervescencia que ahora pocos creerían. Llegó Zara cuando Los Limones eran todavía  del Caribe y tocaban en locales como No se lo digas a mamá -entre gruperas y goggós locales de buena familia- y aunque en sus letras ya se advertía una incipiente decadencia, nada hacía presagiar su aspecto actual. 


Zara está siendo el último en abandonar el centro de Ferrol como el buen Capitán que abandona, último, el barco que se hunde. En aquellos tiempos -finales de los ochenta- todos los jóvenes ferrolanos y los residentes forzosos comprábamos allí pantalones de colores, camisas floreadas, vistosas chaquetas y bañadores. Era una moda fresca jamás antes conocida en una gran tienda orientada a una población joven que por entonces, con la mitad de la Flota de la Armada Española entre el Arsenal y La Graña, gozaba de excelente salud. Por la calle Real, a veces intransitable, se tropezaban entre sí, familias numerosas con niños y niñas vestidos como para una comunión aunque no la hubiera. Todos conjuntados, vistosos floripondios en el pelo las niñas y muchos cochecitos de bebé. Anécdotas y recuerdos múltiples de las correrías por esa calle, como la sorprendente imagen que no borré de la memoria de mi querido Joaco corriendo desbocado con Schuman sujeto por su correa.


Zara se va y su espacio quedará hueco y pasarán más años y nada ni nadie podrá evitar que el tiempo siga empañando los cristales de la mayor parte de los comercios locales.


Hay que echar una mano a esta ciudad que cruje como un viejo cascarón varado donde termina el mar.


Recomiendo, especialmente a familias con hijos que se dejen caer de vez en cuando en esta Ciudad donde nadie es forastero, aunque le robe, deliberadamente, el eslogan a La Coruña. Vendré a visitarte, Ferrol, aunque sea para volver a pasear, sobrecogido, tus calles que van desde la plaza del Marqués hasta Esteiro y poder tomarme unas raciones de pulpo en el Cholas, unas zamburiñas o una tortilla paisana en El Gallo, un raxo en el Sexto Pino, unas raciones de embutidos en Vicente o un sencillo bocadillo de pan de bolla con jamón y queso do país en El Cruce.


Total, de todo aquello solo han pasado treinta años.

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