El sueño y un punto elevado de cansancio fueron mis compañeros más próximos en el momento de empezar a descender por la escala del Airbus 300. La luminosidad de aquella mañana del 3 de mayo de 2013 en el Aeropuerto de Herat llegaba a ser muy molesta y busqué en mi equipaje de mano las gafas oscuras. Tenía el cuerpo del revés, la boca seca y estaba muy aturdido. En aquellas circunstancias habría dado lo que fuera por una buena ducha, pero no estaba muy seguro de que tan modesta aspiración fuera a ser posible con la urgencia con que lo pretendía. Al otro lado de la pista pero muy cerca de donde el aire afgano llenaba nuestros pulmones por vez primera, ya en la plataforma de vuelo y finalizado el pasamanos con el que éramos recibidos por los mandos salientes, una vociferante jauría humana uniformada como nosotros y encerrada en recinto vallado -la perrera- coreaba ruidosamente cada uno de nuestros pasos como una burlona muestra de bienvenida. Algo parecido a lo que mucho tiempo atrás había experimentado al entrar por primera vez en un edificio castrense para cumplir el servicio militar y éramos recibidos por el grupo de veteranos a punto de ser licenciados -lilis- y una eterna letanía de lindezas y presagios sobre nuestro más inmediato futuro en aquellas tierras y del tiempo que nos quedaba.
(Afortunadamente para todos nosotros esa abrupta bienvenida no se correspondería con el cálido recibimiento de los compañeros a los que cada uno de nosotros íbamos a relevar. Para mí fue un enorme placer coincidir en ese proceso con mi compañera Mónica C. la cual me guió incluso mucho antes de llegar a Afganistán. Gracias a ella y a mis novatos compañeros de viaje los primeros días se hicieron muy fáciles de llevar.)
Eran las ocho de la mañana locales y el vuelo, con sus escalas, desde que despegamos de Torrejón, había comenzado unas dieciocho horas antes. A pesar de lo confortable del asiento mi cuerpo acusaba el golpe y una ligera bruma mental atenazaba mi capacidad para atender las instrucciones sobre nuestros primeros días de estancia en la Base. En tal estado de agotamiento mental fuimos impíamente sometidos a una dura jornada del imprescindible in-processing y esto fue la guinda sobre el pastel de un primer día que, pese a todo, alimentaba mi orgullo e inquietud por inciar cuanto antes mi propia misión. La aventura estaba comenzando.
La Base era un hormiguero y las hormigas que lo habitábamos, con nuestros uniformes pixelados, andábamos de acá para allá alocadamente. Unos con la inquietud que genera la proximidad del regreso al hogar y otros con la necesidad de asimilar desde el primer momento lo que nos deparaban los seis meses que teníamos por delante.
Comida, asignación de alojamiento, relevo de cometencias, armamento; nombres, nomenclaturas, caras nuevas, voces, sonidos y un aire muy espeso; pesado y amarillento. Todo ello generaba un ambiente de misión que entraba de golpe en nuestras cabezas con urgencia y sin mucho tiempo que perder.
A las nueve de la noche de ese primer día, sonámbulo, busqué mi alojamiento y debí quedar dormido al instante. Sí recuerdo el sonido lejano de unas pequeñas explosiones que atribuí, iluso de mí, a algún tipo de festejo local. Entre los primeros sueños pude escuchar, amortiguada por el soniquete de la música de mi ipod, una sirena mucho más cercana que aquellas detonaciones. De repente mi litera comenzó a ser zarandeada violentamente y las voces de mis compañeros de corimec, Juan y Mario, me pusieron en alerta. Me deshice de los auriculares y contemplaba perplejo como ellos se vestían a toda prisa, nerviosos y agitados, se colocaban el chaleco y el casco y me invitaban a saltar de la cama a toda prisa:
- Rocket attack, rocket attack!!!!!!
- Al refugio, al refugio!!!!! Corre!!!!!
Dormido, aturdido, sorprendido y atribulado me desplacé desde el Juliet (nuestro Corimec de novatos recién llegados) hasta el refugio subterráneo más próximo. Tomé asiento en el prmier banco que ví desocupado y volví a caer profundamente dormido apoyando cabeza y casco contra la pared y envuelto en una turba de compañeros bastante más inquietos que yo.
Buena manera de empezar una misión. Aquello prometía.
(Afortunadamente para todos nosotros esa abrupta bienvenida no se correspondería con el cálido recibimiento de los compañeros a los que cada uno de nosotros íbamos a relevar. Para mí fue un enorme placer coincidir en ese proceso con mi compañera Mónica C. la cual me guió incluso mucho antes de llegar a Afganistán. Gracias a ella y a mis novatos compañeros de viaje los primeros días se hicieron muy fáciles de llevar.)
Eran las ocho de la mañana locales y el vuelo, con sus escalas, desde que despegamos de Torrejón, había comenzado unas dieciocho horas antes. A pesar de lo confortable del asiento mi cuerpo acusaba el golpe y una ligera bruma mental atenazaba mi capacidad para atender las instrucciones sobre nuestros primeros días de estancia en la Base. En tal estado de agotamiento mental fuimos impíamente sometidos a una dura jornada del imprescindible in-processing y esto fue la guinda sobre el pastel de un primer día que, pese a todo, alimentaba mi orgullo e inquietud por inciar cuanto antes mi propia misión. La aventura estaba comenzando.
La Base era un hormiguero y las hormigas que lo habitábamos, con nuestros uniformes pixelados, andábamos de acá para allá alocadamente. Unos con la inquietud que genera la proximidad del regreso al hogar y otros con la necesidad de asimilar desde el primer momento lo que nos deparaban los seis meses que teníamos por delante.
Comida, asignación de alojamiento, relevo de cometencias, armamento; nombres, nomenclaturas, caras nuevas, voces, sonidos y un aire muy espeso; pesado y amarillento. Todo ello generaba un ambiente de misión que entraba de golpe en nuestras cabezas con urgencia y sin mucho tiempo que perder.
A las nueve de la noche de ese primer día, sonámbulo, busqué mi alojamiento y debí quedar dormido al instante. Sí recuerdo el sonido lejano de unas pequeñas explosiones que atribuí, iluso de mí, a algún tipo de festejo local. Entre los primeros sueños pude escuchar, amortiguada por el soniquete de la música de mi ipod, una sirena mucho más cercana que aquellas detonaciones. De repente mi litera comenzó a ser zarandeada violentamente y las voces de mis compañeros de corimec, Juan y Mario, me pusieron en alerta. Me deshice de los auriculares y contemplaba perplejo como ellos se vestían a toda prisa, nerviosos y agitados, se colocaban el chaleco y el casco y me invitaban a saltar de la cama a toda prisa:
- Rocket attack, rocket attack!!!!!!
- Al refugio, al refugio!!!!! Corre!!!!!
Dormido, aturdido, sorprendido y atribulado me desplacé desde el Juliet (nuestro Corimec de novatos recién llegados) hasta el refugio subterráneo más próximo. Tomé asiento en el prmier banco que ví desocupado y volví a caer profundamente dormido apoyando cabeza y casco contra la pared y envuelto en una turba de compañeros bastante más inquietos que yo.
Buena manera de empezar una misión. Aquello prometía.
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