Pensaba en ello mientras conducía hasta la Parroquia de Santa Teresita, en el
barrio de Son Armadans de Palma. Domingo de Resurrección. Fiesta cristiana. La
vida es un continuo retorno al pasado y lo más remoto es nuestro jardin de infancia, el sitio de mi recreo.
Un retorno al Liliput de cada cual.
La Semana Santa es una buena, una excelente ocasión para volver a un pasado -virado en sepia- de la bendición de ramos y del silencio impuesto por el rigor de unas tradiciones que a nuestra gente menuda cuesta hacer entender. Antes de los ochenta me prohibían escuchar mi casette de Pink Floyd; aquel Animals, con sonidos de lejanos ladridos de perros y gruñidos de cerdos y que escuchaba con irreverente insistencia mientras anudaba una corbata a mi cuello para asistir a los Santos Oficios del Jueves Santo, en alguna de las Parroquias próximas a nuestro domicilio de Barcelona. Algo que resultaba innegociable. Íbamos sí o sí. Nos apretujábamos todos en el Seat 1430 azul turquesa y con cara de niños buenos y repeinados subíamos la escalinata del Monasterio de Pedralbes o la escalera de mármol blanco del Colegio de los Sagrados Corazones para dirigirnos a su Capilla.
Aquel retorno a Liliput nos ponía los pies en el suelo. Ni el columpio era tan grande ni el tobogán tan alto. Todo eso contra el testimonio real de los múltiples coscorrones que nos provocaban los saltos sin manos desde lo más alto que pudiéramos alcanzar desde uno u otro.
Liliput era el patio donde pegábamos patadas a un balón de fútbol o a una pelota de tenis desmochada y despeluchada con la que, pese a las dificultades, sacabamos brillo a nuestras habilidades futbolísticas.
Y liliput era también, en fin, donde cruzabamos el límite del bien y echábamos unas caladas clandestinas a los primeros celtas sin filtro o ducados y que hacía que nos sintiéramos como James Dean en Rebelde sin causa.
Luliput era, digo, el rigor del incienso y el recato de unos cirios encendidos y también el del recogimiento de mantilla y misal con las tapas de nácar.
La Semana Santa es una buena, una excelente ocasión para volver a un pasado -virado en sepia- de la bendición de ramos y del silencio impuesto por el rigor de unas tradiciones que a nuestra gente menuda cuesta hacer entender. Antes de los ochenta me prohibían escuchar mi casette de Pink Floyd; aquel Animals, con sonidos de lejanos ladridos de perros y gruñidos de cerdos y que escuchaba con irreverente insistencia mientras anudaba una corbata a mi cuello para asistir a los Santos Oficios del Jueves Santo, en alguna de las Parroquias próximas a nuestro domicilio de Barcelona. Algo que resultaba innegociable. Íbamos sí o sí. Nos apretujábamos todos en el Seat 1430 azul turquesa y con cara de niños buenos y repeinados subíamos la escalinata del Monasterio de Pedralbes o la escalera de mármol blanco del Colegio de los Sagrados Corazones para dirigirnos a su Capilla.
Aquel retorno a Liliput nos ponía los pies en el suelo. Ni el columpio era tan grande ni el tobogán tan alto. Todo eso contra el testimonio real de los múltiples coscorrones que nos provocaban los saltos sin manos desde lo más alto que pudiéramos alcanzar desde uno u otro.
Liliput era el patio donde pegábamos patadas a un balón de fútbol o a una pelota de tenis desmochada y despeluchada con la que, pese a las dificultades, sacabamos brillo a nuestras habilidades futbolísticas.
Y liliput era también, en fin, donde cruzabamos el límite del bien y echábamos unas caladas clandestinas a los primeros celtas sin filtro o ducados y que hacía que nos sintiéramos como James Dean en Rebelde sin causa.
Luliput era, digo, el rigor del incienso y el recato de unos cirios encendidos y también el del recogimiento de mantilla y misal con las tapas de nácar.
Este año la lluvia del Viernes Santo en Palma ha impedido que se celebrase la Procesión del Santo Entierro pero el
orgullo de la Cofradía de la Virgen de la Esperanza, con sede en la Parroquia de San Francisco, hizo que su imagen,
desde su engalanado y coqueto Paso, no dimitiera de su tradición y en el interior de la Iglesia bailó la Virgen sobre los hombros de los costaleros. Sin necesidad de dejarse llevar por un arrebato místico, hay cosas y hechos que emocionan aunque la imagen del baile y su alzamiento a lo más alto te sorprenda confortablemente sentado en uno de los bancos del templo. Es imposible abstraerse de la emoción de quienes desde su esfuerzo contibuyen a que, un año más, el público se arranque con una prolongada y sonora ovación.
Ya en la Misa de un Domingo de Pascua soleado, dentro de la Parroquia de Santa Teresita retorno a mi lejano Liliput. El espeso aire del incienso, el rigor de los hábitos de los monaguillos, la nave central repleta de familias; abuelos, hijos y nietos y el entusiasmo enriquecedor de un párroco optimista invitándonos a una saludable nueva vida. Eso, por sí solo, ni cura enfermedades ni ahuyenta las inquietudes de cada cual, pero conforta el alma constatar que cada paso que vas dando en la vida, al final cobra sentido. Y si, además, eres capaz de transmitirlo a tus hijos, miel sobre hojuelas.
Observo; hay casi el mismo número de andadores y sillas de ruedas que de cochecitos de niños pequeños y de mochilas con cambiadores. Hay cantera, hay transmisión. Y si al final del oficio, el propio Párroco, en su despedida, te invita desde la puerta a un pequeño huevito de chocolate y te desea un feliz Domingo de Pascua, cómo no vas a sentirte en tu lejano Liliput, en el sitio de tu recreo.
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