lunes, 22 de enero de 2018

Cerrado por invierno

En Baleares, comunidad de un gran potencial turístico, seguimos padeciendo, pese al gran esfuerzo colectivo por corregirlo, una severa estacionalización  de este sector económico tan productivo en España. (ojo, ochenta millones de visitantes en 2017, ahí queda el dato). En consecuencia, llegan los meses de enero y febrero -diciembre nos hace vivir en una permanente orgía de gasto- y determinadas zonas de nuestra isla proporcionan escenarios ciertamente desoladores.

Gracias a mi consabida nefasta gestión personal en asunto de vacaciones y días libres debo agotar en este primer mes todo mi crédito del año anterior y  puedo disfrutar de las gentiles calmas de enero y volver a mis rincones estivales donde ahora todo es paz y quietud. Además, en esta época, el sol tibio en la cara aporta una agradeable sensación de bienestar y facilita el tránsito de optimistas ensoñaciones. 

La orilla de la playa se cubrió por un espeso manto de algas secas que depositaron los tres o cuatro intensos temporales que trajo el otoño y enormes placas de hormigón fueron violentamente arrancados por el potente oleaje y yacen sorprendemente muy alejadas de donde se fraguó en su origen. La soledad de la playa se interrumpe esporádicamene por la presencia de tres o cuatro espontáneos que pasean sus perros, jubilosos y olisqueantes de todo cuanto pisan y por donde pasan en su alocada y caótica carrera.

Devuelvo mi mirada hacia el libro, Corrupción Policial, de Don Winslow, un estremecedor análisis de la situación actual de la Policía de Nueva York, envuelta en una convulsa actividad contra el crimen y contra sus propias corruptelas: el dominio de cada distrito por bandas de delincuentes perfectamente organizados y que tienen repartido y pactado, a regañadientes,  el suministro de todo tipo de drogas y sustancias tóxicas. Nada nuevo, por otro lado, de como nos lo han pintado siempre excelentes producciones cinematrográficas. Se repite la historia de luchas de egos policiales, tratos con confidentes, intercambios de información, abusos, etc. Mucha droga, de todo tipo y procedencia. Es espeluznante el tratamiento del autor y su conocimiento de, lo que parece, la gran degradación de emblemáticos distritos de Nueva York. De hecho, el propio título de la novela deja poco espacio a la sorpresa.

La reflexión, que podría llevarme a  equívocas asociaciones y conclusiones, me obliga a aligerar mi atuendo y lanzarme a un primer paseo dentro de la orilla. En principio el agua comienza a mojar mis pies; luego los tobillos. Llegará a la cadera y al final acabaré en un súbito y fugaz chapuzón, o dos. Está muy fría, rompe el ritmo normal de la respiración. Una inmersión que ahuyentará mi malos presagios y mejorará mi tono anímico y físico. Se siente uno como un ortodoxo ruso -un Putin-  celebrando le Epifanía del Señor. Tal vez iría bien un traguito de vodka para recuperar la temperatura corporal y sin duda vendría mucho mejor un tarrito de caviar. Eso sí que es reconfortante, teniendo en cuenta que lo más parecido que llevo en mi mochila es una lustrosa pero modesta manzana.

En mi tránsito hacia y desde la playa ratifico la imagen de parón total de las calles y locales de esta zona que en verano vive permanentemente agitada por un desfile de turistas, maletas y coches de alquiler. Los cristales de los restaurantes pintados deliberadamente de blanco, haciendo inaccesible a la vista su interior. Los hoteles, cerrados, ya han iniciado las obras de rehabilitación y modernización y sus entradas se ocultan tras palés de diverso material de construcción. A las máquinas de la O.R.A. les han colocado una plancha y parece la capucha que se coloca a las aves de cetrería y el aparcamiento es libre en toda la zona. Los supermercados que venden bebidas frías y helados a los cientos de visitantes también están cerrados, así como la mayor parte de los bares y cafeterías. Actividad cero. 

Un cartero aparca su ciclomotor junto a un buzón amarillo. Casi sin apearse, lo abre y extrae la saca de su interior y la sustituye por una nueva. Desde mi coche me he dado perfecta cuenta de algo en lo que él, tal vez,  no ha reparado. Su movimiento mecánico, le ha impedido apreciar la ligereza de la saca que había en el buzón. Es más que probable que estuviera tan vacía como la que acaba de colocar. ¿Quién iba a mandar una carta desde esta zona en esta época del año, cerrada por vacaciones? ¿Una postal? ¿Eso qué es?




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